Paradise Lost
(GATRecords, 2011)
A veces uno la cagaba de lo lindo por fiarse (sin saber lo que había en su nevera ni si tenía libros en casa) de una cara bonita. Ahora pasa menos, porque con internet y el abaratamiento general de los afectos, uno puede inmiscuirse, sin salir de casa ni gastar un euro, hasta en el cajón de la mesilla de noche de la gente. Algunos dirán que es bueno, que ya no nos la dan con queso (a mí me encanta el queso, aviso). Que si ahora compro un disco es porque ya lo he escuchado previamente y sé que me gusta, independientemente de su cara bonita (aunque no es cierto, pocos son los que hacen ese gesto adicional de salir y aventurarse, no cuando dándole a un simple botón puedes follártel@ gratis en casa las veces que quieras, y disculpen mi francés). Yo sigo prefiriendo cagarla. Y, más o menos, he tenido suerte. Soy muy enamoradizo, de los tiempos del vinilo, y reconozco que me puede una cubierta guapa. Y confieso que ha habido mañanas en las que me he despertado al lado de alientos horribles. En ocasiones, tras la bonita fachada (maldito alcohol, maldita noche), uno se encuentra al llegar a casa con pestilencias y ratas. Decepciones grandes. Y otras veces pasa todo lo contrario: detrás de una cubierta escombrosa encuentras oro. Pasa más lo segundo que lo primero, no me pregunten por qué. Aunque a veces suceden gloriosas coincidencias. La cara bonita resulta que en su casa tiene libros y libros molones, Harry Crews, William Faulkner, Steinbeck (¡nada de Ken Follett ni de Jodorowsky!)… Entonces, claro, vas y te enamoras perdidamente, juras amor eterno y acabas ardiendo jubilosamente en el infierno. Con la banda de Vince Herman me pasó eso mismo, allá por el 2009, en una tienda de Londres. Amor a primera vista. Muy Notting Hill todo. Fue con su segundo álbum, Reckless Habits, el de la cubierta de las monjas fumando. El tipo de la tienda sabía lo que tenía (antiguamente pasaba eso, hoy es raro) y debió verme el brillito en los ojos. Me dejó abrirlo y flipé. El álbum se desplegaba, giraba, era una feria. Quería casarme con él. El tipo de la tienda, viejo zorro, me lo puso (antiguamente también pasaba eso) y ya el flechazo fue definitivo… Blues pantanoso, bluegrass progresivo, pavoneo funky de Nueva Orleans, boogie sureño, honky tonk, gospel y un poquito del viejo y bueno rock n roll. Esos eran los nombres de mi amor. Great American Taxi, GAT para los amigos, eran de Boulder, Colorado y lo de dentro era tan bueno como lo de fuera (incluso en tamaño cd, que no da para muchas florituras). Luego la cosa se confirmaría con el tercero (los que siguen este blog ya estarán familiarizados con mi teoría del tercero), que es este que hoy recomendamos, producido nada menos que por el grandísimo Todd Snider (a quien ya invitaremos a muchas cervezas por estos cuelgues, porque es uno de los grandes y se las debemos). El disco comienza brutal con el «Poor House», sigue bien alto y al final me gusta todo, ¿qué quieren que les diga? Cuando me enamoro me enamoro con todo el equipo. Y bajo, y me mojo (porque a veces llueve), y voy hasta la tienda, y saludo al entrar (antiguamente era algo que se hacía), y toco el disco, o lo huelo si es un libro, y me tomo una cerveza bien fría mientras lo abro y lo desvirgo, y luego exagero el ritual de ponerlo y el placer de poseerlo. Y ¡qué cojones! la vida es mucho más bonita.