AMANDA ANNE PLATT & THE HONEYCUTTERS

The Ones That Stay

(Mule Kick Records, 2024)

Ella ya ha asomado el hocico por aquí, de refilón. Hace ocho o nueve años, hablando de otra cosa, sin pretenderlo (me doy cuenta ahora), me dediqué a hablar sobre todo de ella. Decir lo que dije de él (de Andrew Adkins y de su álbum de 2016 Wooden Heart) era, más que nada, alabar el gusto de ella, la grandeza de ella (sin desmerecer el de él, por supuesto, todo se perpetró de un modo bastante inconsciente), que fue la que, en algún lugar que ya ni recuerdo, dijo que había que escuchar a Andrew Adkins, algo que acometí sin pensármelo porque ya en aquella época/reseña yo reconocía que lo que ella dijese, en este rancho al menos, iba a misa. Ya me tenía en sus manos. Y lo de: «¿Y si ella te dice que te tires de un balcón?», pues mira, sí, mamá, cojo y me tiro, y luego ya veremos. Cabe añadir que, por aquel entonces, Amanda Anne Platt no era aún Amanda Anne Platt, sino la cantante de los Honeycutters, que, aquel mismo año del Wooden Heart de Andrew Adkins, habían sacado On The Ropes, el que estaba llamado a ser el cuarto y último álbum de la banda bajo esa denominación. Al año siguiente, la cosa cambiaría, aunque todavía nadie lo sospechase (pese a ser de justicia). En efecto, el 9 de junio de 2017, salió el álbum Amanda Anne Platt & The Honeycutters, de Amanda Anne Platt (la cantante —y compositora, y líder, y alma, y motor, y todo lo que se te ocurra poner aquí— de los Honeycutters, la banda de Asheville, Carolina del Norte, los antiguos Bee's Knees) & The Honeycutters. La gente llevaba sugiriéndoselo a Amanda Anne desde hacía años, pero la timidez y una cierta modestia le impedía dar el salto. Cerca de diez años aguantando a técnicos y promotores (muchos de pacotilla) que se dirigían en todo momento a ellos, a los varones (fuesen quienes fuesen), para acordar términos y establecer cómo debería sonar esto o aquello. «Eso, a la jefa», contestaban ellos, y entonces siempre el mismo gesto condescendiente y circunspecto al tener que dirigirse a ella. Eso cambió, ya digo, en 2017. Quiso mantener lo de los Honeycutters para no confundir al personal, pero en pequeño y debajo, arriba, bien grande, su nombre: Amanda Anne Platt, porque el negociado, el peso de la responsabilidad y el talento es suyo, y de nadie más. No es por restar méritos a nadie, pero la banda, a fin de cuentas, no es más que eso, su banda, que no es poco (Matt Smith, Kevin Williams, Evan Martin —su marido— y Rick Cooper llevan ahí desde el principio y son, en cierto modo, familia), ella tiene la gentileza de mencionarla en la cubierta y en los carteles de gira (otros no lo hacen), es, digamos, su cuadrilla, pero, a la hora de rendir cuentas, la empresa, en último término, es ella, para lo bueno y para lo malo (privilegios y desventajas del cabeza de familia). Y este que hoy reseñamos es su tercer álbum con su nombre bien destacado en el centro del foco (aparte de un directo en el Grey Eagle y un EP de Navidad de título glorioso, Christmas On A Greyhound Bus, ambos de 2019). «Amanda es tan buena que hasta resulta ridículo. No sé ni cómo expresarlo. Su forma de cantar, sus composiciones y su presencia escénica no tienen parangón en la escena de la música Americana, de la música country… Es sencillamente impresionante.» Así se expresaba Saul Davis, productor de Percy Sledge y mánager de Gene Clark. Y yo no tengo nada más que añadir al respecto. Ahí están todas las raíces del country de la vieja escuela, con sus influencias rockeras y folk. Canciones sobre la vida misma, la muerte, los extraños, el paso del tiempo, el dinero… canciones sobre marcharse, sobre volver, sobre las estaciones del año, la corrupción y el amor. Son muchos los que la sitúan en la misma línea lírica de Lucinda y Jason Isbell. Esas mismas historias de lucha, desasosiego y resistencia. The Ones That Stay son doce cortometrajes, grabados «en vivo», en una sola toma, con la banda en el estudio, sin apenas overdubs, producido por Scott McMicken, de Dr. Dog, la banda rockera de Philadelphia, y Greg Cartwright, de Reigning Sound, la banda rockera de Memphis, lo que ha ampliado un poco, para esta ocasión, el vocabulario musical. Nuevas ideas y perspectivas. Y, sobre todo, libertad de hacer las cosas sin presiones ni pretensiones. Ella misma dice, no en vano, que este es el disco de Amanda Anne Platt & The Honeycutters que más suena a Amanda Anne Platt & The Honeycutters. La presencia de otros les ha proporcionado más espacio para ser ellos mismos. Amanda Anne Platt es, como dice el título de este último álbum, de las que se quedan: año tras año, desde aquel lejano Irene (autoeditado en 2009), los Honeycutters de Amanda Anne vienen acompañándome fielmente, jalonando mi biografía. No se puede decir lo mismo de muchos. De ella se dice sin tapujos: Amanda Anne se queda.

STEVE MARTIN

The Crow

(Rounder Records, 2009)

En 2017, cuando fue a sacar su tercer, portentoso, disco con los Steep Canyon Rangers (The Long Awaited Album), Steve Martin, discutiendo con su agente sobre la estrategia a seguir para que corriese la voz, recibió por parte de este la siguiente advertencia: «Recuerda, Steve, que estás vendiendo algo que nadie quiere». Se refería, ya en aquel entonces, a los CDs (que parece, por cierto, que vuelven; y seguro que tú también tienes ese conocido de culo prieto que alza el mentón y te dice que el CD está muerto y que se borran con los años, y que luego te informa de cuántos vinilos tiene en su casa, y tú, mientras, miras tus enormes pilas de CDs que siguen sin borrarse, algunos comprados en 1985, y le ofreces cacahuetes con una sonrisa más falsa que un billete de 13 euros), pero Steve Martin también lo interpretó como que nadie iba a querer «música de un cómico de setenta años». Muchos lo ignoran, lo suyo con el banjo. Para la mayoría sigue siendo ese cómico (ese grandísimo cómico), y ya. Como mucho, otro actor aburrido que incursiona en una disciplina ajena y se aprovecha de su celebridad para medrar en parcelas vedadas para otros más cualificados. Falso. Steve Martin lleva toda la vida pegado a un banjo. Y tocando con los más grandes (en este disco que hemos elegido reseñar hoy, colaboran bestias como Vince Gill, Tim O'Brien, Dolly Parton, Earl Scruggs y Pete Wernick). Pero no solo es que lo toque, y lo toque como si hubiese nacido en una hondonada perdida de los Apalaches de las que te hacen remar fuerte en cuanto oyes el «plink, plink, plink» de sus cuerdas, sino que, además, compone sus canciones y canta. Se lo toma muy en serio. Van ya seis álbumes (este, The Crow, fue el primero firmado como músico, tiene otros cuatro anteriores como cómico), y en 2010 inauguró el «Steve Martin Prize for Excellence in Banjo and Bluegrass» (con una dotación de cincuenta mil dólares, aparte de la estatuilla de bronce de turno y la oportunidad de tocar a su lado en el Late Show de David Letterman), premio que han ido ganando figuras como Noam Pikelny (de los Punch Brothers), Sammy Shelor (de la Lonesome River Band), Kristin Scott Benson y la inmensa Rhiannon Giddens. The Crow, además, por si alguien sigue albergando dudas de sus bondades, ganó en 2010 el Grammy al mejor álbum de bluegrass del año. Y, por encima de todo, hay que decir (conviene decirlo) que Steve Martin es un gran tipo. Hace un par de días, Selena Gomez hablaba de él (y de Martin Short) en una entrevista deshaciéndose en cumplidos. Todo el equipo de Solo asesinatos en el edificio, coincide con ella. Humildad, generosidad y respeto máximo por el trabajo de todo el mundo, hasta del último auxiliar o meritorio de dirección. (Hace poco, en un viaje a una cosa, una amiga actriz me hablaba de un famoso director inglés que al pedir referencias de cierto actor español para el casting de una obra de teatro —por la que por cierto ha acabado siendo nominado a los Premios Olivier, ¡bravo, Jorge Bosch!—, no quiso saber número de seguidores ni de likes, como parece que suele ser costumbre de un tiempo a esta parte —y así sale luego lo que sale—, sino que llamó a otros actores que habían trabajado con el susodicho para preguntar si, aparte de buen actor, era buena gente, lo que quiere decir —o al menos eso espero— que aún hay esperanza: si eres un perfecto gilipollas, por muy bueno que seas o por muchos miles de seguidores que acumules, va a trabajar contigo tu santísima puta madre). Steve Martin se atrevió a dar el gran paso después de los seis años de reanimación que, según él mismo, necesitó para recuperarse del hecho de que el legendario Earl Scruggs, le pidiese tocar en su álbum Earl Scruggs and Friends. Había un viejo sketch de Steve Martin en el que en cierto momento, aparecía con un banjo y decía que es imposible tocar una canción triste con un banjo. En realidad, reconoce, aquello no fue más que un gag, porque él sabe muy bien que el banjo posee una fuerza inusual para las melodías melancólicas y para la gestación del «sonido de la soledad». «Staccato torrencial, ritmo punzante e inexplicable tristeza.» «Es como si el banjo generase nostalgia de experiencias no vividas, alegría por algo que está siempre por venir y melancolía emboscada en cada recodo del camino.» Martin dice que cuando oyó por primera vez los discos del Kingston Trio y de Flatt & Scruggs tuvo clarísimo que el banjo iba a ser su instrumento (también es muy consciente de que la buena comedia es precisamente esa, la que, como el banjo, guarda debajo una inmensa nostalgia de algo inasible, una pérdida inconsolable). Este disco es, por tanto, un acto de amor y reconocimiento. Steve Martin sabe, y lo verbaliza, que su vida, de no haber sido por el banjo, habría lucido en todo momento la herida abierta de un enorme vacío. «Hace poco —dice, y con esto terminamos esta reseña— hice una foto a mi mujer mientras estaba sentada en el suelo leyendo un libro. Al revelarla, me di cuenta de que, inadvertidamente, aquella fotografía contenía las tres cosas que más amo en esta vida: mi mujer, mi perro y mi banjo

JP HARRIS

Is A Trash Fire

(Bloodshot Records, 2024)

No es la primera vez que aparece por estos andurriales ni, si los hados nos son favorables (y buena falta nos va a hacer, viendo lo que se nos viene encima), será la última. No obstante, para quienes se hayan arrimado más recientemente a esta fogata, conviene recordar… Por pura chiripa, nos cuenta él mismo, nació en 1983, unos minutos antes del Día de San Valentín, en Montgomery, Alabama, el pueblo que también vio nacer a Hank Williams (nacer el Día de los Enamorados parece un chiste, se libró por los pelos). A quien quiera escuchar (pues es un hecho que ya casi nadie atiende más que a lo suyo), Harris le cuenta lo de «Kaw-Liga», aquella canción de Hank sobre una estatua de un indio de madera. Bueno, pues resulta que sus padres solían ir a la cafetería en cuya fachada estaba aquella estatua. Así que eso ya estaba ahí desde el principio, como una especie de tótem o hito, aunque él se declare punk-rocker de corazón (como si Hank Williams no lo fuera, probablemente el que más). Y por esas calles deambulaba de crío, a los tres años, con un chándal de terciopelo verde, paseando a un dóberman para ganar credibilidad callejera. Con un encanto y un pavoneo que, según los adultos que lo veían, iban a llevarle muy lejos. A los catorce, sin embargo, contraviniendo todas las esperanzas plantadas sobre su espalda, se largó de casa en una noche de verano, para no volver nunca. Trenes de mercancías, caminatas y dedo. Viviendo en cabañas remotas, sin electricidad, ni agua corriente, ni acceso a la carretera en invierno. Pastor de ovejas, leñador, operador de maquinaria pesada, peón agrícola, carpintero de restauración, contrabandista y mucho punk rock, en efecto, pero también blues primitivo y las primeras grabaciones de la música country, que es la música del camino (en esa época aprendió a tocar el banjo, y a fabricarlos). Por ahí se le van destilando las canciones, sin la menor ambición en «el negocio de la música», con las manos manchadas de cal y cemento. Canciones con sabor a la primera cerveza que trasiegas en el porche después de una jornada bien cabrona. En 2011, carga su camioneta y su remolque con todas las herramientas, guitarras y recuerdos que puede apiñar, y pone rumbo a Nashville, donde grabaría su primer álbum (recuerda que su mayor recompensa en aquel entonces fue un taco de tarjetas regalo para zampar hasta ponerse tibio en el Taco Bell). De todo eso saldría el dúo con Chance McCoy y las giras de telonero para los Old Crow Medicine Show. Y así hasta este último álbum, en el que se da cita lo mas granado, probablemente su mejor disco hasta la fecha, sin haberse doblegado a nada, puede incluso que todo lo contrario, más extremo, más irredento, más comprometido con lo suyo, que es la música que ama y el contacto con la materia prima, que en su caso es la madera (no los vídeos de la aplicación china, en la que todo el mundo trata de medrar en los últimos tiempos, muy cansinamente, por cierto, y, en muchos casos, con no poco bochorno). En uno de esos trabajos de carpintería conoce a JD McPherson y se hacen amigos al instante. Comparten la pasión por la música americana antigua, las películas oscuras y la comida étnica de elaboración complicada (en las notas del disco, JP agradece a JD la amistad, la alta cocina y la botella de Cabo Wabo, un tequila que no baja de cuarenta pavos). Y, al final, tras muchos giros y plagas de proporciones bíblicas, JD le produce este JP Harris Is A Trash Fire, nada menos que en el Bomb Shelter de Andrija Tokic, con el violín de Chance McCoy, por supuesto, y con las colaboraciones especiales de los Watson Twins (en «Old Fox») y los Shovels & Rope (en «East Alabama»). Y, como perfecto colofón, lo edita la gente de Bloodshot Records, que puede que sean, contra viento y marea, los más amanuenses del reino, el sello perfecto, casi natural, para JP Harris, sin preciosismos ni aseos excesivos. Para que la cosa suene a taller y siga oliendo a serrín. En las referencias, JP menciona de pasada los álbumes de Lee Hazelwood y un oscuro álbum folclórico que grabó Waylon Jennings cuando aún llevaba el pelo corto. JP Harris Is A Trash Fire, como él mismo declara, es a partes iguales sátira, reflexión y disculpa para todo aquel que se moleste en escucharlo. Nada de corrección, nada de postureo «outlaw» de baratillo por Internet. Fogata de basura al borde de la carretera. Eso es JP Harris y eso es esta música. Un vertedero incendiado en el aparcamiento de un Walmart en una noche sin luna. Por suerte para todos, Harris no se deja fagocitar. Sigue habitando una zona gris, sin etiquetas, tanto sonora como líricamente, en la que se mezclan el espíritu del punk rock, con la estética del arte popular y las baladas de la clase obrera. Es bien sabido que, cuando no está de gira, se le puede encontrar restaurando casas históricas, montando motocicletas viejas o recogiendo montones de chatarra en busca de basura utilizable. De ahí la autenticidad de su música y la alcurnia de esta obra maestra.

MY BLACK COUNTRY

The Songs Of Alice Randall

(Oh Boy Records, 2024)

Hace poco, Percival Everett, nos volvió a deleitar a todos con James, su particular reescritura de Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mart Twain, contada desde el punto de vista de Jim, el esclavo. La idea no es, en absoluto, novedosa. Alice Randall ya había hecho lo mismo hace veintitrés años en su fantástica primera novela, The Wind Done Gone (2001), en la que reescribía Lo que el viento se llevó, desde el punto de vista de Cynara, una de las esclavas que trabajaba en la plantación de Scarlett O'Hara (hija bastarda del padre de Scarlett y de Mammy). Randall tiene otras cinco novelas y varios ensayos, entre los que, para lo que hoy nos ocupa, cabría destacar, My Country Roots, donde habla de sus raíces e influencias en la música country y el más específico My Black Country: A Journey Through Country Music's Black Past, Present and Future, que acompaña a este álbum editado el año pasado por Oh Boy Records, el sello de John Prine. Alice Randall siempre remarca compartir ciudad y año de nacimiento con Motown Records: Detroit, 1959; y eso, sin duda, sean cuales sean las alineaciones astrológicas (habría que mirarlo), inevitablemente, ha de ser determinante. Cuenta también que en 1968 la «secuestraron» (suceso que ficcionó en su segunda novela, Pushkin and the Queen of Spades, 2004) y se reinstaló en Washington D. C., donde llevó una vida bastante desahogada que se vería violentamente trastocada el día que la violó un amigo de su madre (con el conocimiento de esta). Ella dice que la música, y en particular, la música country, fue lo que la salvó. En esa época horrible, «con mi madre y aquel hombre», se topó con una cinta de John Prine, y la canción «Angel from Montgomery» reavivó su motivación y su esperanza (de huida y supervivencia). Cuenta que no dejaba de cantarla, como si fuera un poema o una oración, una suerte de invocación que la conectaba con sus antepasadas, todas aquellas mujeres que sobrevivieron al estupro en Alabama (sus abuelos paternos fueron ambos fruto de una violación), sobrevivir a tales sucesos y seguir adelante, amando, criando y cantando canciones country en casa, no es poca cosa, como decía Harry Crews, «la supervivencia ya es un triunfo más que suficiente». Siempre amó la música country que, como afirmaba su padre, se origina en un robo, otra violencia ejercida sobre el genio de la cultura negra. Ella estaba al tanto de la fruición con que los afroamericanos se ponían a escuchar el Opry en los años cuarenta. No era cosa solo de blancos. De ahí su interés en recopilar todas esas historias sobre el Sur negro, el Oeste negro y el country Negro. En febrero de 1983 se instaló en Nashville y, en su segunda noche en la ciudad, Steve Earle la descubrió en el Bluebird Cafe (cuna y paraíso de los «songwriters») y le allanó el camino para convertirse en compositora. Con Steve Earle de mentor se inicia su carrera en la música country y, al cabo de unos años, fundaría su propia productora musical, Midsummer Music. Multitud de artistas han grabado sus canciones (Glen Campbell, Moe Bandy, Marie Osmond, Radney Foster, Trisha Yerawood…). Más adelante, en su quinta novela, Black Botton Saints (2020) Randall homenajeaba a varios músicos negros y, a sugerencia de la editorial, crearon una playlist. El caso es que al escuchar las canciones de la playlist se dio cuenta de que ninguna sonaba a la voz del «country negro» que ella se imaginaba cuando componía. Las intérpretes imaginadas de su música eran siempre «negras meciendo a bebés en bancos de iglesia, asaltando a traficantes o asaltadas por ellos, haciendo malabarismos entre el dinero y el amor, preocupadas permanentemente por el racismo ambiental, viviendo la experiencia del pueblo pequeño que se vuelve aún más pequeño cuando eres una chica, ignorada por todos». También se dio cuenta de que sus canciones, grabadas por artistas blancos (y con gran éxito), su legado, estaba siendo asumido como de origen blanco (la misma historia de asimilación de toda la vida, la misma historia del banjo, bastardizado como instrumento hillbilly en el imaginario colectivo, borrando de un plumazo su origen africano). De esa incomodidad surgió el proyecto de su libro y este disco. Sus conversaciones con Allison Russell y Rhiannon Giddens la ayudaron a llevar a buen puerto el proyecto: devolver las canciones a sus auténticos orígenes. Regrabarlas con artistas afroamericanas. Y, claro, no pudo ser en mejor sello. Randall dice que no había otra posibilidad, que tenía que ser en ese sello, el sello fundado por el hombre que escribió la canción que la sostuvo en sus horas oscuras, Oh Boy Records, del inmenso John Prine (ya en manos de su mujer, Fiona Prine). Y la lista de artistas que participaron en el disco es apabullante. Lo mejor de la escena country negra del momento. Rhiannon Giddens, Sunny War, Allisson Russell, Valerie June, SistaStrings, Rissi Palmer, Carolina Randall Williams… Un disco importante que recoloca las fichas en su sitio, que nos recuerda que la primera vez que sonó un banjo, lo hizo bajo un fondo sonoro de elefantes, impalas y rinocerontes negros. Los catetos endogámicos de Deliverance vendrían mucho después.

DAVID LUNING

Lessons

(David Luning, 2024)

Yo estaba convencido de que sí, pero se ve que no. Y me extraña, porque aquel primer disco de 2012, Just Drop On By, era una auténtica barbaridad (en el podio lo tengo, y de ahí no me lo baja nadie). Pero he retrocedido en el tiempo y ya he comprobado que no, que por aquí no di cuenta de él en su día, como tampoco del siguiente, Restless (2017), demasiado segundo álbum para mi gusto, más cuidado (con todo lo que eso supone de desdoro), aunque también excelente. Entre ambos discos —no lo demoremos más, mentemos ya al elefante que se ha colado en la habitación— ocurrió algo que pudo acabar en cataclismo. Su participación en el programa American Idol, el Operación Triunfo de allí. David Luning fue uno de los setenta y cinco mil aspirantes a Estrellita Castro que se presentaron al casting, de los que solo se seleccionaron cien, y en el episodio que se emitió el 16 de enero de 2014, interpretó el tema «In Hell I Am» (y para mí que sí que lo estaba, en el infierno, digo, porque no creo que haya nada más parecido al infierno que semejante programa). «Y no sé si podré escapar algún día», cantaba en el estribillo, «es un camino oscuro y solitario», y la verdad es que no iba tan desencaminado por aquel camino oscuro y solitario, porque la cosa daba como para salir muy mal parado, sedujo a Jennifer Lopez, Harry Connick Jr. y Keith Urban, que estaban en el jurado, como los cenobitas de Hellraiser, pero en versión hortera (y bastante más aterradora; Clive Barker jamás hubiera podido imaginarse mayor espanto), ante una audiencia de dieciocho millones de personas de todo el mundo, y eso, claro, lo catapultó de la noche a la mañana, hasta el punto, ya digo, de que pudo haberse descrismado (como tantos otros antes y después de él). La cubierta de su segundo disco, de hecho, editado al poco de su intervención en el infierno de marras, tiraba bastante para atrás, idea, seguro, de algún productor avezado, que quiso explotar el tirón televisivo, en plan «miradme qué buena planta gasto, niñas», y la verdad es que daba un poco de grima. Claro que luego las canciones, muy poco para niñas, ponían las cosas en su sitio. Pero, en fin, el caso es que todo aquel jaleo ya pasó. Luning supo esquivar la tentación. Y ahora, siete años más tarde, se ha sacado de la manga este tercer álbum de estudio, el portentoso Lessons, un disco, tal y como reza el título, de lecciones aprendidas, el más intimista, el más introspectivo, al decir de algunos, y con él me propongo enmendar la plana, quitarme la espinilla de no haber reseñado, como hubiera sido de recibo, el primero, antes del susto. Se puede afirmar que nos encontramos ante el disco de la consagración, el disco en el que todo cuadra, y suena, además, poderosísimo, algo más oscuro, eso sí, que en su anteriores entregas (vivir es lo que tiene, te entenebrece la vista), grabado en una granja de Petaluma, California, a media hora de donde se nació y se crio, a lo Neil Young o Gregory Alan Isakov, dos de sus ídolos, muy de huir de la urbe y meterse en graneros a perpetrar sus monstruos. Muchos de sus discos favoritos, afirma, han sido grabados en graneros. Mientras tanto, no ha parado de girar y con gente de mucho postín: Leon Russell, Ramblin' Jack Elliott, Rodney Crowell, Elvin Bishop, Junior Brown, Dave Alvin, David Bromberg, John Corbett, Aaron Lewis, Albert Lee, The Waymores, Tim & Nicky Bluhm, Truth & Salvage Company, Matt the Electrician, Poor Man's Whiskey, Audrey Auld, Carolyn Wonderland, Jimbo Mathus (entre otros). Todo trigo limpio. Se montó también un estudio en casa y empezó a flirtear con la electrónica, pero, por suerte, para estas diez canciones, optó por el granero. Su disco favorito de la vida es el Souvenirs de John Prine, y eso se nota. No en vano, fue el disco que le hizo dar el volantazo y dedicarse a esto. La escuela es precisamente esa, su lírica procede de esos (maravillosos) lodos. El primer tema, «Every Day I Am», suena potente, con ecos del mejor Steve Earle, pero es en los temas lentos donde alcanza la gloria. Quizá por mi especial predilección por las canciones que hablan de la lluvia, destacaría por encima de todas la penúltima, «You Like The Rain», empatada con «Early Morning Rain» de Gordon Lightfoot, «Rainy Day Woman» de Waylon, «Blue Eyes Crying in the Rain», de Willie Nelson, «Montgomery in the Rain» de Steve Young, «Rain» de Patty Griffin y «Damn, Sam (I Love a Woman That Rains)» de Ryan Adams, entre mis canciones favoritas de la vida. «Antes de conocerte / Odiaba la lluvia / Venían las nubes / Y lo único que pensaba era / Ya se va el día / Ya se va el sol / Por ahí viene la grisura / Pero entonces llegaste tú, mi amor / Y todo cambió // Porque a ti te gusta la lluvia / Te gusta el sonido / Y la música que hace / Sobre el tejado de casa / Y la sonrisa que se dibuja en tu cara / En cuanto empieza a caer / Antes odiaba la lluvia / Ahora me gusta.» Y todo esto para decir que sí, que se puede salir indemne de American Idol (de OT no lo sé, sospecho que no, lo sabrá quien lo frecuente). En cualquier caso, la vuelta al granero ha sido proverbial. Tremendo discazo.

CHUCK RAGAN

Love and Lore

(Rise Records, 2024)

Tocar música es como liderar uno de esas excursiones de pesca con mosca que lleva operando desde hace unos años cerca de casa, en torno a Grass Valley, California. No se trata solo de pescar. Obtener una presa, si acaso, es solo una bonificación, un extra, un añadido. Lo mismo pasa con los conciertos, si alguien obtiene algo, más allá de la propia experiencia, pues eso que se lleva (y sí, hay conciertos que te cambian la vida). Dejar los problemas en la puerta, pasar un buen rato y, ¿quién sabe?, lo mismo llevarte un pez a casa. Chuck Ragan pivota entre ambas actividades. Los conciertos (en solitario y con la Hot Water Music resucitada) y la pesca con mosca. Ambas se entretejen. No puede evitarlo. Cuando anda de excursión por el río, siempre está trabajando en melodías y frases, grabándolas en el móvil (ya renunció a la vieja grabadora de casetes). Y, cuando hace de guía, lo mismo, hay muchos momentos de inactividad en los que el cerebro deriva hacia la música. Luego se pone las notas de voz en casa y se escucha a sí mismo aullando con el bramido del río de fondo. Buena parte de los grandes temas de la Hot Water Music se iniciaron o concluyeron en el bosque o en el lago. Sus canciones vienen de ahí. E incluso estando de gira encuentra tiempo para ir a pescar. Contrata un guía local y se sirve de su equipación. Estar en el agua, conectar con la gente y seguir aprendiendo. No perder el contacto con la fuente. Es inevitable hacer la comparación. Pescar canciones. Ahora, ya superados los cincuenta, el ansia ha desaparecido. «Si pescamos un pez, genial. Pero ya he pescado muchos en mi vida y no tengo necesidad de obtener ningún récord al salir ahí fuera.» Lo mismo pasa con las canciones. No hay prisa (este Love and Lore ha tardado diez años en salir, después de su anterior álbum en solitario, el Till Midnight de 2014). Ragan, por generación (aunque haya mucho carroza haciendo el ridículo con denodado entusiasmo), no padece la ansiedad de los músicos «ticktocker», con sus comprobaciones diarias de escuchas y likes y sus vídeos de agradecimiento a masas de seguidores ficticias. Él no pierde tiempo en tonterías pubescentes. Estás de gira, abres la ventana del motel y te encuentras con el río Blackfoot, o en cualquier otro lugar hermosísimo, ¿quién tiene tiempo para posar haciendo el gilipollas y colgarlo en la franja sugerida por el algoritmo. Las canciones se pescan mojándose el culo en el río, no haciendo ripios con un cacharrito en tu salón. Con la Hot Water Music es más complicado, por cuestiones de agenda, porque no todo depende de él. Pero cuando gira en solitario suele organizar el calendario en función de la pesca: época del año, vedas, clima… Si le sugieren un bolo en Detroit para enero, él lo retrasa a marzo, que es cuando por allí hay buena pesca. Y, mientras tanto, las canciones. Este «amor y acervo» viene de lejos. Se concibió en el 2016, se reservó estudio para 2019 y la COVID lo mandó todo a tomar por culo. Fue entonces cuando Chuck Ragan, con todas las giras suspendidas, se dedicó en cuerpo y alma a su negocio de guía de pesca, para sacar adelante a la familia. En 2022 se planteó en serio retomar el álbum, pero tuvo un hijo y el agotamiento general le obligó a echar de nuevo el freno. Durante todo este tiempo, los peces/canciones fueron mutando. Esta vez, la pesca trasciende el folk descarnado y expande su territorio sonoro. Ya no son lubinas blancas. Ahora son piezas más melódicas y, hasta aparece un telón de fondo de pianos («Echo de Halls»). La cosa, en quince años, ha ido adquiriendo profundidad y resonancias. El tema, como no podía ser de otra forma, es la vida, el río de la vida, lo sucedido en estos últimos diez años, con la brutal honestidad punk de siempre: las relaciones, la familia y la lucha diaria por el sustento. «Como paso mucho tiempo alejado de mis seres queridos —en giras o ríos—, a veces hay mucha oscuridad y surgen incontables preguntas. Muchas de estas canciones reflejan eso mismo, la terapia de encontrar paz y consuelo en la naturaleza, en el agua, y la manera de relacionarte con los seres queridos.» «Reel My Heart» toca directamente ese tema, cómo equilibrar la vida en la carretera con las obligaciones familiares, como desligarse, lidiar o armonizar esa tarea de Sísifo. «Tengo una tradición, al terminar un disco, me siento a escucharlo, puede que por última vez en mucho tiempo. Es un cierre necesario: todas esas canciones, todos esos sentimientos, todos esas reflexiones, todo lo que necesitaba extraer de mi pecho y mi cabeza… Solo cuando pincho el disco, ambas caras, lo quito, lo meto en la funda y lo guardo en la estantería, solo entonces encuentro algo de paz.» De los de mi quinta, ya con medio siglo a la espalda, cada quien atesorará lo que más le revolviera, en mi caso, de aquel mejunje punk de los noventa, con Green Day, Blink 182, Rancid y compañía, solo guardo canciones de Hot Water Music. La voz de Chuck Ragan ha venido acompañándome desde entonces (vaya colección de voces aguardentosas llevo dentro, ahora que lo pienso). Ya hablé por aquí hace unos años de la bestialidad de álbum que se marcó con Austin Lucas en 2008, Bristle Ridge. Nunca me ha fallado. Cada nuevo disco suyo es una especie de alivio. Una voz que me dice: «Aquí seguimos». La paz que él encuentra en sus ríos sigue siendo la mía.

WILLIE WATSON

Willie Watson

(Little Operation Records, 2024)

Desde que se fue de los Old Crow Medicine Show (de los que fue miembro fundador, vocalista y compositor principal), Willie Watson, calladamente, sin la verbena con que Ketch Secor (único superviviente de la plantilla original) ha seguido dirigiendo la banda, ya más metido en el cotarro, limpio de crudezas punk y bastante más edulcorado, Willie Watson, decía, no ha parado quieto. Y su apuesta, como la de Gill Landry (otro de los inmensos fugados de la banda), sigue siendo cada vez más extrema y arriesgada, de espaldas al oropel, únicamente comprometidos con la materia base, sin refinerías. En el caso de Watson, hay algo, bastante, de entomólogo, de conservador, o más bien de curador, un poco como el Agapito Marazuela de aquellas latitudes, con banjo y guitarra en lugar de tamboril y dulzaina. Eso, claro, le aleja de las multitudes y de las radios. Se gana la vida con sus bolos, otro día otro dólar, suele tocar con Sara y Sean Watkins en la Watkins Family Hour, en Los Ángeles, donde ahora reside, y es miembro habitual de la Dave Rawlings Machine, con los inmensos David Rawlings y Gillian Welch, que tampoco ceden los más mínimo a las imposiciones del mercado y la industria. Pero sobre todo, ya decimos, se ha ganado una reputación de cantante folk itinerante, de trotamundos, dando vida y nuevas alas al viejo cancionero. De ahí salieron sus dos primeros álbumes, el Folksinger Vol 1 y el Vol 2 (que reseñamos por aquí en su día), editados en el sello de Welch y Rawlings, Acony, en 2014 y 2017 respectivamente. Algunos lo recordarán más, probablemente sin saberlo, por su intervención en La Balada de Buster Scruggs, de los hermanos Coen, en la primera historia (la que da título a la película) en el papel de The Kid, de negro riguroso, en el duelo final, matando al vaquero cantante, e interpretando la canción que sería nominada aquel año a los Oscar, «When A Cowboy Trades His Spurs For Wings», compuesta por Welch y Rawlings (al final el premio se lo llevaría Lady Gaga, por el «Shallow» de la nefasta A Star is Born, porque el mundo es así de chusco). Y es así que ahora Willie Watson se nos planta con su primer disco (homónimo) con composiciones propias, aunque no desentona, para nada, con los dos anteriores. Sigue siendo una rendición incondicional y emocionante a la música del pasado, la música de los viejos maestros. El punto culminante es, sin duda, el tema que cierra el álbum, «Reap'em In The Valley», que frisa los nueve minutos. Una narración (hablada) de la llegada del artista a California, sus anhelos, su morriña y su amor por la música, una «canción» que, probablemente, nadie radiará jamás y que, en los minutos finales, pone el pelo de punta. Puro corazón. El testimonio hará (quizá me pase de cándido) que cualquiera que ame esta música, la música de la gente, se sienta irremediablemente conmovido. Watson nos cuenta que ya lleva veinte, o quizá quince, años (nunca se le dieron bien las cuentas) en California y nos habla del desenfreno de Los Angeles, nada que ver con el terruño agrario del nordeste donde se crio. Es muy difícil encontrar en esas calles las raíces. Sunset Boulevard se las ha comido. Pero todo esto no es más que el preámbulo para referirse a cierto día de 1995, al volante de un viejo Volvo familiar por Hector Logan Road. Hay que dejar atrás el pueblecito de Burdett, abandonar el asfalto y tomar el camino de grava que conduce a Seneca Lake, para llegar a la granja de los Argetsinger. Allí, en un cobertizo donde se oxidan dos viejos Packards, es donde esconden la marihuana. Las dotes de narrador de Watson lo emparejan con los antiguos trovadores, los míticos contadores de historias de la tribu. En ese lugar, a la sombra de un huerto de manzanos, fuman, contemplan el atardecer y cantan. «Creedme, no hay nada mejor en este ancho mundo que sentarse bajo aquellos árboles, bebiendo la sidra que se elabora con esas manzanas y viendo cómo se pone el sol en el lado occidental del Lago Séneca.» «Beren se había graduado en el instituto. Yo no. Él tenía un diploma, yo un corazón roto.» Y es entonces cuando salen a la palestra las guitarras y las viejas canciones de Guthrie y la Familia Carter. «¿Sabéis?, en aquella época, en aquella ciudad, no es que uno pudiese entrar en una tienda de discos y comprarse un disco de la Familia Carter. Por eso esperaba con ansia esos momentos.» «Tennessee Waltz», «Sow 'Em On The Mountain» y «Worried Man Blues». «La primera vez en mi joven vida —dice Watson— que canté una canción y lloré al mismo tiempo.» Llámese «Dios» o como se quiera, lejos del mundanal ruido, Watson nos revela que gracias a esas composiciones (que son, en el fondo, su verdadera patria, su terruño), es muy fácil creer en «eso». Y si no se te saltan las lágrimas al oírlo, es que has venido aquí a por otra cosa, y no tiene ningún sentido perder el tiempo en explicártelo, porque no lo vas a entender. Te emocionarán otras cosas, supongo. Tampoco es que me importe. En este caso se trata de complicidad. Pensar que no está uno solo en esto. Así que gracias por la confesión, señor Watson. Tennessee nos queda un poco a trasmano, pero por aquí mismo, en la villa, que es poco más que un pueblo manchego, también seguimos bailando el viejo vals.

MOSES CROUCH

Earth Music

(Riverlark Music, 2024)

Este disco de Moses Crouch es un disco de Moses Crouch, esto es, solo de él, él solo con su voz y con la acústica, y con el banjo en tres temas (bueno, y con su «sensei» Andy Cohen, dejando el violín de lado en beneficio de otra guitarra, para el «Banjo Blues»), él solo y la vieja religión. Hay un solo tema suyo, «Plenty Different Women Blues» (compuesto bajo la tutela fantasmal de R. L. Burnside y Doc Boggs), el resto forma parte del viejo cantoral: Sonny Boy Williamson, W. McTell, Fred McDowell, Furry Lewis, Shade P. Williamson y compañía. En la dedicatoria no deja lugar a dudas, es un disco suyo, solo de él, pero él nunca viaja solo, él contiene multitudes (llamadle Legión). Da gracias a los dos Maestros (con mayúscula) que aún siguen en pie: George Clinton y Sly Stone, y, a renglón seguido, también a los viejos Maestros Negros (también así, con mayúsculas), a los predecesores y sus descendientes, los que originaron, cultivaron e hicieron eterna la música, el lenguaje y el mundo «que me dio vida y propósito». También da gracias a la que considera su Meca de la música, Memphis. Y acaba el texto soltando una suerte de mantra: «El Blues es Negro, el Funk es Folk. No hay nada nuevo». Que se llame Moses puede que no sea una cuestión tan baladí. El disco, al final, es eso, una invocación. La de todas esas voces que lo habitan. Blues en estado puro (sin aderezos) y en estado (también) de gracia. Música terrenal, como anuncia el título, para que nadie se llame a error. Aquí se sirve y se toca así. Memphis es su hogar. Es la ciudad que le ha dado forma e inspirado a lo largo de toda su vida. Él no puede sino sentirse orgulloso de vivir en el lugar que ha venido a conocerse como «El Hogar del Blues» y «La Cuna del Rock N Roll». El sitio al que llaman «Soulsville USA». Eso te curte (o te destroza). De lo que se come se cría (a veces, porque hay gente que ni con esas). Dice Moses que siempre es una lección de humildad caminar por las mismas calles y visitar los mismos sitios que las leyendas y los pioneros de la música y la cultura que ahora son omnipresentes en todo el planeta. Él tuvo la oportunidad de ver y colaborar con los inmensos músicos que influyeron a generaciones enteras y que siguen siendo relevantes aún hoy. También —nos cuenta—, pasó tiempo al otro lado de la frontera, en lo que se conoce como North Mississippi (los condados de Alcorn, Itawamba, Lee, Pontotoc, Prentiss, Tippah, Tishomingo y Union). Frecuentó los juke joints y los pícnics donde el hill country blues se sigue tocando, tanto por los maestros supervivientes como por sus vástagos. Es, asimismo, una cuestión de actitud, que te acojan en el seno de esa comunidad. La música se presta, porque es un idioma universal (sin sintaxis para mentir). Allí estableció vínculos con músicos que llevaba venerando desde que era un renacuajo. Comenzó a tocar en festivales y en jams, poseído por el espíritu de quienes lo inventaron. Hay que sentirlo para vomitarlo. No se puede enseñar. El blues, dice Moses, tiene que ser medicinal, espiritual, radical y visceral. Si no, es otra cosa, ni peor ni mejor, simplemente otra cosa. Y ha de ser tan efectivo para el que lo toca como para el que lo escucha. No como esos actores de método, tan sentidos ellos, que padecen mucho, que lo sufren como auténticos ecce homos, pero sin que nadie se entere en el patio de butacas, desde donde solo se ve a un tipo estreñido. Transmite quien puede, no quien quiere. Moses Crouch, con este disco, espera transmitir y hacer sentir toda esa procesión que le va por dentro. Empieza con un tema («Newport News Blues») que grabó la Memphis Jug Band en sus primeras sesiones de 1927. Luego el menú sigue con un blues estilo Georgia, («No-No Blues»); un blues montañés, hillbilly, con guitarra de doce cuerdas («Hillbilly Willie's Blues/Travelin Rairoad Blues»); un tema tradicional, la versión con más solera del álbum, «Rabbit On a Log»; una vieja melodía country «de los viejos tiempos», con cierto aire cajun, «Adieu False Heart», versos existencialistas sobre un amor malogrado en el que la clave es el minimalismo (el blues exhibicionista de los virtuosos no es aquí, ese circo se toca en otra planta); y así, hasta un total de once temas que trazan un recorrido por el paisaje sentimental (Mississippi) que le ha nutrido. El resultado es de una exquisitez absoluta. Inmenso respeto y arrojo, sin cartas ocultas ni ornamentos. Nueva piel (una vez más) para la vieja ceremonia. No se me ocurre una cosa más punki.

MAGGIE ANTONE

Rhinestoned

(Love Big & Thirty Tigers, 2024)

Estaba el Interpretations, de 2022, que incluía sus gloriosas versiones del «Jolene» de Dolly Parton, el «Spanish Pipe Dream» de John Prine (tremenda) y el «Lady May» de Tyler Childers (que fue la que incendió las redes y la llevaría a acometer el resto de las versiones, haciendo un total de siete). Nos ganó de calle. Y eso es lo que, según parece, ha venido haciendo con todo el que la oye (ganárselo) desde que a los dieciséis años, en el suelo de su habitación, en Richmond, Virginia, empezó a hacer canciones, algo no tan sencillo como pudiera parecer a primera vista (lo de ganarse a la gente de calle, lo de hacer canciones también), porque Maggie Antone, tras su aparente vulnerabilidad, no canta de cosas cómodas ni tiene pelos en la lengua. Es muy mal hablada, y eso nos gusta siempre (será por hermanamiento, defecto congénito nuestro, herencia de Cela y Umbral, vaya usted a saber). Nos gusta la gente que llama gilipollas a los gilipollas, sin morderse la lengua. Maggie lo hace. Porque no está la cosa para andarse con remilgos. No hemos venido a esta fiesta para caer bien a nadie, sino para caer bien al suelo, a ser posible sin hacernos demasiado daño (recuerdo que en la escuela de arte dramático había una asignatura de lucha escénica en la que, precisamente, uno se entrenaba para eso, para caer con soltura, para despeñarse bien, un rollo muy de especialistas, de dobles de acción, un poco como aquello que decía Beckett de «fracasar mejor», básicamente hacer callo, para ir tirando). Rhinestoned es un álbum de historias, confiesa ella misma en el texto del disco (que viene acompañado, además, de una ilustración de la artista Annmarie Young para cada canción, lo que lo hace aún más goloso que la música comprimida hasta el estreñimiento en la charcutería de tu plataforma favorita), basadas en hechos reales, aunque en algunos momentos haya tenido que forzar un poco la verdad, porque no está dispuesta a dejar que la verdad se interponga en una buena canción (un poco aquello de El hombre que mató a Liberty Valance de que cuando la leyenda se convierte en realidad, hay que publicar la leyenda). «Este es un disco para los que aman fuerte y no parecen recibir a cambio lo mismo, para los que tienen el corazón roto y nunca se les otorgó la oportunidad de cicatrizar, como merecían». La cosa empieza con «Johnny Moonshine», un personaje inventado que, de ser una persona real, dice Maggie, sería su pareja ideal, su alma gemela, porque le gusta beber, fumar (porros) y pasarlo de puta madre (castigarse gozosamente). Le sigue «One Too Many», donde sigue subrayándose esa voluntad de incendiarse («Jack Daniel's me saca de casa y Johnny me trae de vuelta», ese momento mil veces repetido de despertarse bajo un techo extraño, en cama ajena, con una sensación pesarosa de vacío y amarga ansiedad, sin recordar ni una sola cosa de lo acometido por la noche, pero convencida de que si se acordase sería mortificante; «cometes el crimen, cumples tu condena, / juras ante Dios que nunca volverás a beber, / y entonces llega el viernes por la noche, / y mírate, ahí estás, bebiendo otra vez»). En «Everyone But You» deja claro que «no escribe canciones de amor / porque no quiere tener que cantarlas cuando el amor se haya acabado». A continuación, en «Mess in Texas», elige su patria adoptiva, nada como Texas (más grande y mejor), el estado de la estrella solitaria, para, harta de coleccionar «exs» por Kentucky, Arizona, Alabama, Missouri, Mississippi, Georgia y Carolina, volver a descrismarse (o no) en un nuevo rodeo. En «High Standards» da un paso al frente y se propone no volver a caer (ni por aburrimiento) en las redes de ningún hijo de puta como al que se dirige en la canción, con todas «sus gilipolleces y sus chistes misóginos», y lo que es aún peor, su lamentable gusto musical: «un pedazo mierda» que la cogió en horas bajas. Igualito que el de «Suburban Outlaw», ese que iba de forajido, a lo Waylon o David Allan Coe, y que no era más que «basura redneck suburbial» que se creía muy machito, muy «man in black», pero no dejaba de ser un puto sociópata y que al final le ha dejado esa rémora de ponerse a temblar cada vez que ve una rosa tatuada («No hay nada peor que haberte querido, ¿quién no lo sabe? / Quisiera golpearte donde duele y ponerte a dos putos metros bajo tierra. / Me abandonaste en el frío, me dejaste en la piel y los huesos. / No soy tu chica del calendario, a la que puedes poseer y domar. / Espero que mueras solo y que coseches lo que has sembrado»). En «I Don't Wanna Hear About It» Maggie se lamenta de una pérdida, en el estribillo le desea a su apuñalador que sea feliz y que le vaya bien en la vida, reconoce que no lo odia, pero, aun deseándole que obtenga todo lo que se proponga en la vida, no quiere volver a saber nada de él. En «Me & Jose Cuervo» sobran las palabras, es la canción de amor perfecta. En «Rhinestoned» se define a sí misma y a todas las que como ella, no necesitan a nadie, encienden el motor y pisan el acelerador, y arrancan el retrovisor para no volver a mirar atrás. Y la cosa acaba con «Meant To Meet» que habla de ese sino de los románticos empedernidos, condenados a encontrarse, pero no a estar juntos. Guerreros de la fiesta antigua. Yo ya me he enamorado de ella, ¿y tú? Que nunca nos falten los «ángeles de los honkytonks».

LOGAN LEDGER

Golden Gate

(Rounder Records, 2023)

En el momento en que me pongo a escribir estas líneas, los pronósticos advierten que se espera que otra ronda de vientos de Santa Ana se desate a principios de la semana que viene. California sigue en llamas. Por ahora son ya veinticinco muertos y docenas de personas desaparecidas. La devastación que están dejando los incendios en Los Angeles está siendo aterradora. Por eso he querido reseñar hoy esta obra maestra que le produjo Shooter Jennings en 2023 (con el inmenso Ted Russell Kamp al bajo) a Logan Ledger, el artista de la zona de la Bahía, su segundo álbum, un emotivo homenaje al «estado dorado»: California. El primero, homónimo, otra barbaridad, se lo produjo T Bone Burnett, con Marc Ribot a la guitarra y la misma banda que participó en el Raising Sand de Robert Plant y Alison Krauss. Canciones sobre el océano, las celdas abandonadas de Alcatraz («The Lights of San Francisco», coescrita con Steve Earle), cuartuchos sin sueños y calles desoladas en mitad de la noche, con su punto surf y su sonido californiano años sesenta, pero en tonalidades menos luminosas (en oposición/contraste a lo que Jimi Hendrix llamaría «the western sky music», el soleado folk-rock originario de aquellas latitudes, Laurel Canyon y sus avatares). Ahora vuelve California con muchas de sus inefables cualidades: su idealismo salvaje, su incómoda imprevisibilidad y su infinita promesa de renacimiento y renovación. La oscuridad (el country noir) queda esta vez atrás y la cosa se inspira más en la escena country-rock califoniana de finales de los sesenta y principios de los setenta. Empieza sinfónico, a lo grande, y por momentos se detecta da sombra de Roy Orbison. El propio Ledger dice que su aproximación a la música surge de un impulso arqueológico. Como un antiguo soñador de la fiebre del oro, Ledger se adentra en las minas y acude sin ocultarlo a las grandes vetas: el western swing de Cindy Walker, el No Other de Gene Clark, las leyendas del sonido Bakersfield (con Buck Owens a la cabeza), el pop barroco e iconoclasta de Scott Walker y todo el catálogo de folk oscuro y excéntrico recopilado en su día por Harry Smith, por citar, como dice él mismo, solo unos pocos. De todas formas, se puede decir que de casta le viene al galgo, dado que la criatura aprendió a tocar la guitarra a los doce añitos y, no mucho más tarde, empezó a componer canciones. Su abuela fue una buena dealer, de ella le viene la pasión por Doc Watson y Mississippi John Hurt. También por Elvis, Orbison y los grupos vocales de R&B como The Platters. Enseguida amasó una ingente colección de CDs del sello Smithsonian Folkways y, nada más entrar en la universidad de Columbia, ya estaba presentando un programa de bluegrass en la emisora del campus (aparte de tocar en varias bandas de «música montañosa»). Varios años después de graduarse, se ubicó en Nashville y comenzó la proverbial travesía por bandas de versiones y bares locales. Hasta que, por los azares de la vida, llegó una demo de «Let The Mermaids Flirt With Me» (que acabaría siendo el tema que abriría su primer álbum) a manos de T Bone Burnett, y todo comenzó a encauzarse. Este Golden Gate es, como decíamos, otra historia, California, sí, pero una California más luminosa (aunque no menos melancólica). «No me gusta hacer lo mismo dos veces. En el futuro puede que haga un álbum muy loco de western swing, o de country-pop de los ochenta, sea lo que sea, será combinando diferentes épocas y estilos, perpetrar híbridos extraños, eso es lo que me gusta. No soy un purista y no tengo ningún interés en repetir el pasado. Ya veremos lo que nos depara el futuro.» Y se ríe. El «Golden State» brilla en todo el disco. Desde el tema que le da título, hasta el «All The Wine in California» («ni todo el vino de California podrá ahogar mi memoria / puedo poner un océano de por medio / pero nunca seré libre») y el «Midnight in L. A.» (con el propio Jennings al piano, el Wurlitzer y el B3). «Como exiliado de California, todo esto tiene que ver también con el fin de la mitología del Golden Gate, esa idea de California como una tierra de abundancia donde todo son rosas. Hay, definitivamente, mucha tristeza, pero persiste la esperanza de que el final del viejo sueño deje el campo abonado para el nacimiento de uno nuevo.» Hoy todo arde, sí, y la cosa pinta bastante mal, pero otros incendios anteriores nos han demostrado que, después de las cenizas, todo reverdece. Esa es la esperanza que ha de enardecer el ánimo de los que luchan al pie de las llamas. Y, ya que estamos, aprovecho para mandar un fuerte abrazo a mis buenos amigos californianos, Mike Beck y John Dofflemyer, héroes de mis viejas Apacherías, voces que, con otras muchas, constituyen la verdadera mina de oro de aquellos valles. Santos Bohemios de la vieja escuela de John Steinbeck. Mucho ánimo, y mucha fuerza.

INDIA RAMEY

Baptized By The Blaze

(Mule Kick Records, 2024)

El álbum incluye una nota al oyente que clarifica sin ambages el momento artístico y vital de la artista de Rome, Georgia, de la que ya nos quedamos prendidos con aquella maravillosa bestialidad que fue el Snake Handler de 2017. «Las canciones de este disco son el resultado de haber llevado a cabo un pesado trabajo de curación y autodescubrimiento. Mi esperanza es que estas historias y la sabiduría que he adquirido en mi travesía os proporcionen fuerza, inspiración y empoderamiento. Aunque sigan produciéndose avalanchas, somos la montaña.» Una cosa está clara, este no es su primer rodeo (como canta en el primer corte del disco, «Ain’t My First Rodeo») y, como ya dijo en su día, con la salida del ya mentado Snake Handler: «Me pasé demasiados años haciendo lo que todo el mundo a mi alrededor quería que hiciera, lo que me hicieron pensar que era lo “correcto”. Pero llegó un momento en que dije: “hasta aquí”, y ahora todo lo que me digan me resbala. Hago lo que YO quiero». El camino no ha sido fácil. Creció en la pobreza. Sus primeros recuerdos están acribillados de violencia. Su padre era un adicto y, probablemente, padeciera un severo trastorno de la personalidad. India recuerda vívidamente incontables momentos de estar escondida detrás de algún mueble de la casa familiar, viendo cómo su padre maltrataba a su madre, y cómo sus hermanas escapaban por la ventana para avisar a la policía. Lo malo es que la policía era su padre. Ella estaría durmiendo y él llegaría, abriría la puerta a patadas, sacaría a su madre de la cama y comenzaría a lamentarse y a sollozar sobre ella. Cuando las abandonó, las cosas mejoraron. «Odié a ese tío toda mi vida; gasté un montón de energía odiándolo, pero al final, me di cuenta de que en el fondo lo quería, y me quedé destrozada y confusa cuando murió. Lamenté mucho la relación que nunca llegamos a tener. Al final fui a verle, y le dije que lo perdonaba.» Snake Handler fue el disco de aquella reconciliación. La última canción hablaba de aquella despedida. Marcaba, de algún modo, un punto de inflexión. Se grabó en seis días, producido por Mark Petaccia (el ingeniero de sonido del magistral Southeastern, de Jason Isbell). Ella dice que es su disco True Detective, temporada uno. Ella venía de esa oscuridad y de esos monstruos (acabaría estudiando derecho y ejerciendo de fiscal en casos de violencia doméstica). Ancestros de granjeros metodistas, no manipuladores de serpientes, pero casi (ella aclara que en la canción que daba título al disco se trataba de una metáfora, que la cosa iba de encararse con los demonios propios, las serpientes que anidan en tu cabeza, de deshacerse de la gente tóxica que infesta tu vida). Ya entonces se notaba que había estado escuchando ávidamente a Neko Case (siempre ha reconocido que el Furnace Room Lullaby es uno de los discos de su vida, y en el tema «The Mountain», sexto corte de este poderosísimo Baptized By The Blaze, parece conjurar su fantasma) y no tardó en despertar el entusiasmo de la prensa musical. La perfecta mezcla, dijeron en la WMOT, entre Loretta Lynn y Neko Case. La Rolling Stone fue un poco más allá: «mitad Black Sabbath, mitad honky-tonk». «Un poco de luz en la oscuridad», celebraron en la BBC. Ahora, después del Shallow Graves de 2020, India Ramey acomete su quinto álbum, esta vez producido por Luke Wooten (productor, entre otros, de los SteelDrivers) en el que, según apunta en los textos de promo, traza un camino que abarca los paisajes cinematográficos del spaguetti western, los suelos de madera de los honkytonks y las estribaciones de los Apalaches. «Un álbum sobre la energía del Fénix. Sobre la muerte de mi viejo yo, que era esclavo de mi trauma —un trauma que la llevaría a una época, también jubilosamente vencida, de drogadicción—, y el nacimiento de un nuevo yo que encara una vida plena y feliz, lejos del miedo.» Ahora es el miedo el que la teme a ella. Ya nadie le chista, nadie le levanta la voz, nadie le dice por dónde tirar ni cómo comportarse. La confianza con que acomete sus nuevas canciones, no deja lugar a dudas. Ha vencido a la oscuridad, y pisa fuerte. No hay más que verla. Ha sido bautizada por el fuego.


LARRY JON WILSON

Larry Jon Wilson

(1965 Records, 2008)

De un tiempo a esta parte, lapso cifrado en años (muchos años), en esta casa, cada Nochevieja es Nashville, es el salón de Guy Clark, y 1976 el año entrante. Ya hemos repetido hasta lo indecible, como abuelos plúmbeos y ligeramente amnésicos, que nuestra caída del caballo camino de Damasco fue ver (por suerte, muy pronto) el documental Heartworn Highways, de James Szalapski. Fue y sigue siendo nuestra piedra de Rosetta, esto también lo habremos repetido unas mil veces. Y cada Nochevieja, como digo, lo revisitamos (en los extras del DVD está todo el material filmado de aquella noche gloriosa). Pues bien, de todo aquel plantel de supervivientes y forajidos, muchos llegarían a convertirse en figuras clave de la música country (off-off-Nashville, incluso off-off-off, todos los off que quepan) y alguno hasta alcanzaría el rango de mítico; otros, por el contrario, quedarían arrinconados en los desvanes del tiempo, devorados por el olvido. Ahora se ve el documental con otros ojos, quien se enfrenta a él de nuevas lo hace conociendo ya a muchos de sus protagonistas, la visión es inevitablemente resabiada, avisada, entendida. Guy Clark, claro, Townes Van Zandt, Steve Earle, Rodney Crowell, David Allan Coe, John Hiatt, Steve Young, Charlie Daniels… Verlo hoy es como confirmar un teorema. Ya está ahí el germen de todo. Conmueve ver de dónde venían y adónde llegaron. Pero hubo otros pululando por allí que, si bien no claudicaron ni abandonaron la lucha, nunca llegarían a saborear las mieles del éxito (hablamos, entiéndasenos, de un éxito en muchos casos escuálido o, directamente, tullido). De quien, no obstante, nadie podrá olvidarse (puede que del nombre sí, pero no de su portentosa presencia) es del tipo que abre la película: en el estudio de grabación, Larry Jon Wilson graba «Ohoopee River Bottomland», el tema que iba a inaugurar su primer disco, New Beginnings. El temazo, el vozarrón, el personaje, dejan su impronta. No vuelve a salir más, pero aquella sesión improvisada les vendría de perlas a los visionarios cineastas para marcar la deriva del viaje que se disponían a emprender. Szalapski y su productor, Graham Leader, lo vieron claro en el montaje: la película tenía que empezar con eso (y acabar con la reunión de Nochevieja en casa de Guy Clark). El tipo venía de Swainsboro, en el condado de Emmanuel, Georgia, y tenía un buen trabajo de consultor técnico de fibra de vidrio, hasta que decidió dejarlo todo para irse a Nashville y dedicarse a la música. Como él mismo diría: «Antes hacía dinero, ahora hago música». Grabaría otros tres discos con Monument, sello de CBS: Let Me Sing My Song To You (1976), Loose Change (1977) y The Sojourner (1979), perpetrando un total de cuatro álbumes soberbios. Nunca logró un hit. Como dijo alguien, su música tenía demasiada alma para ser radiada, y Larry Jon, desilusionado, acabaría abandonando la música en 1980. Robert K. Oermann, animando al personal a ir a verle en directo al Bluebird Cafe en un artículo de The Tennessean, allá por 1979, expresaría de este modo su alejamiento del cotarro: «Quizá sea porque sus canciones son tan intensamente íntimas, tan dolorosamente conmovedoras. Puede romperte el corazón, hacerte llorar y dejarte hecho polvo en una sola noche. Pero también puede hacerte reír y animarte a bailar. Lo tiene todo para alcanzar el estrellato, pero es incapaz de explotar y malbaratar esas cualidades». No quiso claudicar, no quiso entrar en «el circuito comercial de la fiestas de cóctel», como él lo llamaba («el club de las almendritas saladas», que lo llamaría Trapiello, cambiando de ámbito y oficio, en su Salón de los Pasos Perdidos). Los que tuvieron la suerte de verlo en aquellas míticas sesiones del Bluebird Cafe no se cansarán nunca de atestiguarlo. Estuvieron allí y lo cataron (esa ventaja que nos llevan). Tras años de hacer caso omiso a los ruegos de sus amigos (Townes Van Zandt, Mickey Newbury, Guy Clark, Billy Joe Shaver, John Prine, Kris Kristofferson y Tony Joe White, entre otros) para que grabase de nuevo, se animaría a volver a tocar en directo. Noches de baruchos pequeños y oscuros. Y, en 2008, dos años antes de morir, Jeb Loy Nichols y Jerry DeCicca, a lo Rick Rubin con Cash en las «American Recordings», lo convencen para grabar en la decimoquinta planta del Mirabella, un complejo de apartamentos en Perdido Key, con vistas al Golfo de México (veinte canciones en siete días, de las que quedan doce, dieciséis, teniendo en cuenta que en dos de ellas se funden tres: «Loser Trilogy» y «Whore Trilogy», trilogías de perdedores y prostitutas), él solo, rodeado de divanes, con su voz de yunque golpeando el suelo de mármol, su vieja guitarra y el violín (posterior, grabado de noche en la tienda de discos de segunda mano en la que trabajaba Jerry DeCicca) de Noel Sayre. Un hombre fuera de tiempo, cantando sus historias de carretera, de buscavidas, de ser padre, de apostar y beber, de mujeres y de la amistad que compartió con Van Zandt y Mickey Newbury. El álbum, sin orden, sin calendario, sin plan, rebosa magia y autenticidad. Cantó lo que quiso. Sin producción. Sin brillo. Sin pensar en la industria ni el mercado. La versión del «Heartland» de Dylan y Willie Nelson, es estremecedora. Y así suena como suena. A música, a Vida con mayúscula, como dice el productor, a Larry Jon Wilson y a nadie más que él. Un perfecto recuerdo para empezar el año, para que la vida sea siempre 1976 en el salón de Guy Clark, y para seguir trabajando a contracorriente, sin ceder, posiblemente buscándonos la ruina, pero haciendo solo lo que queremos y con quienes queremos. Las almendritas saladas, para quienes gusten de tales verbenas. Nosotros mejor nos abstenemos, quedamos mal en esos saraos, nos envaramos y decimos cosas improcedentes. A ellos les queda mejor (lo suben a redes y los vemos). Llevan años haciéndolo. Tienen el culo pelado de creerse gigantes. Que con su pan se lo coman. Nosotros a lo nuestro.

WAXAHATCHEE

Tigers Blood!

(Anti- Records, 2024)

Ni al niño el bollo ni al santo el voto, vamos, para entendernos, que cosa prometida es medio debida y, haciendo caso al proverbio, para que no se nos afee luego, y con razón, la conducta, como ya dejamos caer la semana pasada, vamos a cerrar el año de recomendaciones con broche de oro, volviendo a Katie Crutchfield, de la que ya hablamos por este ventorrillo hace unos meses, cuando se juntó con la tejana Jess Williamson para perpetrar esa maravilla que es Plains (2022), primera incursión de la Crutchfield en estudio después del exitazo de su anterior álbum con la nueva formación de Waxahatchee, el celebérrimo Saint Cloud (con esos dos temazos, «Lilacs» y «The Eyes» que, desde la primera escucha, se han quedado incrustados ya para siempre en nuestra playlist cicatrizante), ahora en Anti- Records, claro, donde ya había irrumpido con Plains. Como con el disco anterior, con Brad Cook, de la banda, a cargo de la producción, se fueron al Sonic Ranch, de Tornillo, Texas. Ella siempre ha dicho que la grabación es la etapa del proceso que menos disfruta, que más ansiedad le genera. Y hubo un momento de crisis en el que, en efecto, el disco pudo haber dejado de existir; el picorcillo ese que a veces les entra a algunos, casi siempre para descrismarse, de la evolución artística y la reinvención (el sueño de la reinvención produce, sin duda, monstruos, esto es casi un dogma de fe, y muchas veces los monstruos que genera son monstruos que se quedan y que no salen ni con aguarrás, no hay viaje de vuelta), pero, por fortuna, duró poco. En este caso, el canto de sirena que desnortó a la tripulación fue el embaucamiento (inconsciente) del pop. La cosa fue que, al principio de las sesiones, acometieron «365», un tema que les salió afectado de un sonido y una producción «notoriamente pop». Es ese punto crítico de la historia (brevísimo, apunta ella, no sin cierto alivio) en el que todo podría haberse ido al garete: otro hermoso vencido en el desapacible camino hacia el Primavera Sound (o un infierno de parecido tonelaje). La llegada de MJ Lenderman fue, en este sentido, proverbial. Pisó el bicho del pop según entró por la puerta. Dejaos de fruslerías. Lo que conseguisteis en Saint Cloud es muy grande. No os vayáis de ahí. Eso es lo que les dice sin decirles nada, al hacer las voces en «Right Back To It» (y contribuir con su guitarra eléctrica, como acabará haciendo en el resto de temas) y, tanto ella como Cook, lo verán claro al escucharlo luego: hay que contagiar todo el disco de este sonido, de este ambiente. No obstante, existe una evolución desde el disco anterior. En la entrevista de Raina Douris para el World Cafe, Crutchfield dice que nunca se ha sentido a gusto componiendo canciones de amor. Esas canciones que hablan de enamoramientos o rupturas, y que se sitúan siempre en el estallido. Ella ha llegado a estar en paz consigo misma después de muchas batallas (con el alcohol y las drogas —nunca a lo kamikaze, como suele aclarar siempre en las entrevistas, porque los periodistas son así de córvidos y van a por lo que huele—, entre otras distracciones) y remarca que casi nunca se canta de lo que pasa en medio, que es donde ella se encuentra en estos momentos. La épica, no tan estruendosa (ni tan impostada, pero puede que hasta más épica), del día a día. Canciones descarnadas y despojadas de romanticismo, de encontrar la novedad y la frescura de la intimidad con esa misma persona que está a tu lado, sin fuegos de artificio ni brumas alcohólicas. Ese parece un terreno sin dragones, inexplorado, sin mucho juglar que quiera adentrarse en la nada, la crónica del desencanto, del tedio, del apagamiento, como en el estribillo del sexto corte, «Bored»: «Mi benevolencia se ha estrellado contra el suelo, me aburrooooo». Canciones de peleas de madrugada, amistades desgastadas sin arreglo, elegías por un pasado idílico…, pero también de estar bien, de esa cosa, casi percibida como violencia, que es estar relajado y a gusto con uno mismo (algo que, en los tiempos que corren, parece ser poco menos que una impertinencia e, incluso, una provocación). Madurez, sobriedad y éxito (cuando no hay talento, estos son elementos que suelen suponer el fin de la fiesta, porque lo que funcionaba era el fantoche icónico destinado a acabar componiendo un bonito cadáver). Es una simplificación, dice ella, pero podría decirse que Tigers Blood! es un álbum de alguien que lleva ya unos años sobrio. La seguridad con que canta y compone de un tiempo a esta parte resulta apabullante. «No hace falta estar torturado para hacer un arte interesante.» Esa es la gran patraña. Sobre todo cuando se nota tanto que es tortura del la tienda del chino de abajo. Y todo eso se palpa en sus directos (mucho más que en los discos). Disfrutan con lo que hacen y lo transmiten. El concierto que dieron en Tiny Desk el pasado 16 de diciembre (se puede ver entero en YouTube) es portentoso, sobre todo cuando salen a la palestra el banjo y el dobro. El círculo sigue sin romperse. Gente que te hace sonreír así, ¡siempre en nuestro equipo!

BILL DAVIS

My Money's On You

(Bill Davis Music, 2013)

Para ir enfilando ya la postrimerías del año, pretendía uno hacerse eco del último disco de Katie Crutchfield, el Tigers Blood, sexto de su encarnación como Waxahatchee, después de haber militado en P. S. Eliot, ahora que la han nominado por primera vez a un Grammy (en la categoría de Mejor Álbum de Americana), o si no de este, puede quizá que del anterior, el Saint Cloud, de 2020, que me gusta más, sin tanta veleidad pop, no sé, aún nos queda un viernes antes de pasar página, ya veremos por cuál nos decantamos (porque los dos son magníficos), pero ya digo que la pretensión se ha visto truncada, porque se me ha colado un recuerdo en la fila, como una anciana descarada e impune en la cola de la frutería (cuestión de galones, supongo, aunque uno vaya teniendo ya también sus buenas muescas en la culata), un flashback de hace diez u once años. A veces hay palabras, como aromas, que te dan un magdalenazo bien empapado en té en toda la cara, dejándote más destemplado que al bueno de Swann (que vomitaría alrededor de 300 páginas memorísticas, yo procuraré manchar menos), cosas del sistema límbico, ¿qué le vamos a hacer? Lo de llamar a la banda Waxahatchee, fue por Waxahatchee Creek, un afluente del río Coosa, entre los condados de Shelby y Chilton, en Alabama, terruño en el que se crio Crutchfield. He ahí la magdalena que, de pronto, me ha mandado de un sopapo de Alabama a Texas: las resonancias de ese nombre, Waxahatchee. Había una canción. Recordaba una canción que, en su día, escuché mucho. Un piano y una voz terrosa. Una canción de colisiones cósmicas y amores perdidos. Exprimí la neurona, y busqué, pero nada, la sinapsis me esquivaba. Y entonces caí en la cuenta. No era Waxahatchee (Alabama), sino Waxahachie (Texas), por eso no se dejaba enlazar. Con tanto movimiento forzado de tribus indias por el sudeste de Estados Unidos, el legado nativo se fue extendiendo, de ahí que aquella palabra de la lengua de los indios creek de Alabama, acabara afincándose, ligeramente mutada, en el condado de Ellis, Texas. Y con esa pista ya se desveló el misterio: «Waxahachie», no tanto el lugar, que también, como el tercer corte de My Money's On You, aquel fabuloso disco de Bill Davis que tanto y tan bien me asistió hace ya la friolera de unos diez años. Me vino a la cabeza, la canción y la foto de la cubierta. Localizar el disco por casa ya fue otro cantar, costó lo suyo. La búsqueda ha sido también un viaje en el tiempo (han reaparecido muchos discos de los que tendremos que hablar), por seguir amparándonos parasitariamente en la referencia «proustiana», que dará lustre a esta reseña tan deslavazada. Y, por fin, apareció. Luego, las pesquisas, se han vuelto un poco enojosas. Hice un poco de arqueología, pero no hay nada en redes (de otros dos Bill Davis músicos sí consta alguna cosilla más), más allá de la escuálida frase biográfica que aparece en su página de Bandcamp: «Bill Davis es un cantautor de Texas. Lleva componiendo y tocando en Austin y sus alrededores desde mediados de la década de 1990». Entra uno en su Facebook y el chasco es más o menos el mismo: la última publicación es de julio, se pone a bichear uno y solo da con anuncios de sus conciertos. Hay fotos, no muchas. Veo que ha ido criando una buena barba. Hay también algún vídeo de muy mala calidad (del típico paisano con móvil que, por la deficiencia genética que sea, lo cree conveniente), en el que, pese a la calidad infecta (y el flaco favor al artista), se detecta su poderío: esa voz. Y todo esto (esta ausencia de datos) me ha llevado a preguntarme cómo demonios acabé recalando yo en este hombre, en este disco. La respuesta es sencilla: Texas. Los «hard-core troubadours», que diría Steve Earle, de Texas. Por esa época yo tenía dos voces muy metidas entre ceja y ceja, la de Javi García (cuyo A Southern Horror ya reseñamos por aquí en su día, y que es otro de nuestros dolorosos desaparecidos) y la del inmenso Jon Dee Graham (de quien en más de una ocasión hemos dicho que tenemos que hablar, y seguimos sin hacerlo, maldita sea mi estampa; juro que el año que viene le pondremos remedio). Dos voces y un estado, Texas. Fue así como acabé llegando a Bill Davis. Y su voz sigue activando los mismos resortes. No veo señales de nuevos discos por ninguna parte. Pero por los ocasionales comentarios que alguien deja caer por sus publicaciones de Facebook, descubro que sigue en activo, infatigable, sacándose las habichuelas en el día a día, «another day, another dollar», como nos dijo aquella vez, en la barra del Rocksound, Malcolm Holcombe. Y pienso ahora que precisamente esa aparente ausencia, esa omisión, pretendida o no, es en realidad lo que hace a Davis tan grande. Y no puede evitar uno pensar, asimismo, que esa escueta biografía con que se vende es lo que más justicia le hace a su música: un tipo que lleva fatigando los locales de Texas desde los noventa. Un artesano, y un vozarrón, guitarras potentes y canciones tristes, pero arrolladoras, una acometida más de albañil que de músico (lo que siempre suma). «My Money's On You», se titula el álbum, que es el nombre, además, de la canción que lo cierra, y lo que siempre decía, también, adaptado a las circunstancias, mi viejo amigo Rafi, rockero de la inmortal ciudad cervantina, cada vez que algo le emocionaba, ya fuese un escritor, un cantante, un actor, un director de cine, un saltimbanqui o un cocinero: «Amigo, te debo dinero».

THE RED CLAY RAMBLERS

Far North

(Sugar Hill Records, 1989)

No he vuelto a verla desde puede que haga más de veinticinco años (temo, quizá, que se disuelva, como una momia expuesta al sol), si bien es cierto que llevo proyectándola en la pantalla del cine de barrio casi demolido que tengo en la cabeza, con olor a polvo y a palomitas pisadas, desde que este disco cayó en mis manos. El poder evocador de la música, ya se sabe, y más aún cuando las melodías (algunas de apenas veintidós segundos), están tan estrechamente vinculadas a ciertas imágenes: el inmenso Charles Durning en el papel de Bertrum (después de haber sido rechazado por Brando, pese a elogiar con entusiasmo el guion, porque llevaba siete años sin actuar, y buscaba otro tipo de papel, más de lucimiento, para su regreso; negativa enormemente feliz, porque gracias a ella el papel acabaría recayendo en el —repito, y nunca me cansaré de repetirlo—, inmenso Charles Durning), veterano de dos guerras y del ferrocarril, postrado en la cama del hospital, pidiéndole a su hija soltera y embarazada, interpretada por Jessica Lange, que asesine al caballo que lo derribó; la escena con Jessica Lange y el rifle, con su hermana, encarnada por la maravillosa Tess Harper (que ya había coincidido con la pareja Shepard/Lange en Crímenes del Corazón); la jovencísima Patricia Arquette, sobrina postpubescente, veloz y desatada, retozando con la muchachada local de aquel pueblo innominado en mitad de ninguna parte; el caballo desbocado; los bosques de Minnesota; aquella cocina años treinta y el salón inmenso que tanto a ti como a mí nos habría encantado tener; el tío Dane, al que da vida el también legendario Donald Moffat (cuya voz, emocionante, canta los versos de la mítica canción de Stephen Foster en el penúltimo corte del álbum, con fondo de pajarillos, «Camptown Races», antes de solaparse a mitad del corte con el tema recurrente de la banda sonora, aquí con piano y acordeón, «Amy’ Theme», la madre, interpretada por Ann Wedgeworth —en un papel inicialmente pensado para Jessica Tandy—, que venía de hacer también de madre de la Lange en el biopic de Patsy Cline que dirigió Karel Reisz, Dulces sueños, en 1985)… Y, ya digo, es pinchar el disco y volver a ponerse en marcha la moviola (en el primer corte queda capturado el canto de los pájaros del pequeño rancho de Duluth, antes de que entre la percusión y se funda con los violines; un comienzo de disco maravilloso, en el que parece que amanece —estés donde estés, y sea la hora que sea—). Fue la primera película que dirigió Sam Shepard, el guion también es suyo, escrito a medida para Jessica Lange (por aquel entonces embarazada, como el personaje), en homenaje a su familia. Se filmó entre octubre y noviembre de 1987, en los alrededores de Duluth (Minnesota), cerca del hogar natal de los Lange, en unos paisajes que encandilaron a Sam Shepard desde el primer momento: los bosques de abedules del lejano norte, ya casi Canadá, y el lago Superior, lugares que capturaron enseguida su imaginación. Una pequeña traición momentánea a sus paisajes acostumbrados del Oeste y el Sudoeste. Y, para la banda sonora, como no podía ser de otra forma, Shepard contactó con unos viejos amigos de Carolina del Norte, los Red Clay Ramblers, una banda de old time mountain music referencial (no en vano, el disco lo editaría el exquisito sello de música de raíces, bluegrass, folk, country y Americana, Sugar Hill Records, cuna de gigantes, basta con echar un vistazo a su abrumador catálogo) que ya había colaborado con él unos años antes en una de sus producciones del Off-Broadway, Lie of the Mind (luego volvería a contar con ellos para la banda sonora de Lengua Silenciosa, en 1994, donde, además, actuarían como miembros de la banda de un Medicine Show de la década de 1870, una auténtica joya). Para esta ocasión, los Red Clay Ramblers incorporaron elementos de la música tradicional escandinava, basándose en el folclore de los inmigrantes que se establecieron en aquellas latitudes, unidos al habitual banjo de uno de los fundadores de la banda, Tommy Thompson (lamentablemente fallecido en 2003, a los diez años de abandonar la banda por culpa del Alzheimer), los violines y la armónica de Clay Buckner, el acordeón de Chris Frank, el piano de Bland Simpson, y la mandolina, las guitarras, la trompeta, el bouzouki, las percusiones, los teclados y los silbidos de Jack Herrick; la banda en plena forma, en su mejor momento. Una humilde y exquisita cápsula de tiempo. Con un equipo de ensueño. La película no tuvo mucho éxito. La crítica la recibió con bastante tibieza (por decirlo suavemente). Sin embargo, en el cine de mi cabeza sigue siendo una de las más proyectadas. La repongo permanentemente, cada vez que pincho este disco. Y nunca me canso. Algún día, si me atrevo, volveré a verla. «Play it again, Sam.»

ZACH BRYAN

The Great American Bar Scene

(Warner Records, 2024)

El envoltorio, pese a Warner, pese a los estadios llenos, pese a la rendición y el pase goleador del Boss, no puede ser más clamorosamente cutre. Tanto es así que uno no puede evitar pensar que ha de ser premeditado. Tiene que serlo. Por ahorrar no puede ser, como esos que confían en amigos o familiares no muy talentosos para ocuparse de todo lo que no sea componer y tocar, porque a estas alturas del partido dinero en las arcas ha de haber a espuertas. «Keep it cutre», como diría Ignatius. Un posicionamiento ético, quizá, frente a los excesos edulcorantes y ramplones del «cotarro» (pero, eso sí, desde el mismísimo corazón edulcorado y ramplón del cotarro). El diseño de la cubierta es poco menos que infecto. Por detrás, el listado de canciones ni se acierta a leer, encostrado como está al fondo (hasta tu sobrina de cinco años maneja con más soltura y entusiasmo el Photoshop). Y, a modo de cuadernillo, una laminita birriosa, casi una fotocopia mal recortada (hablo del CD, el vinilo es igual, pero mucho más caro y en grande). Todo como pirateado y comprado en el Rastro antes de que aparezca la policía y le requise la manta al inmigrante. El otro día, el figura de El Canto del Loco decía en una entrevista que en la gira anterior estaba gordo como un cebón y la gente acudió a verle en masa, y que ahora que está famélico ha vendido aún más entradas que entonces, lo que, según él, significa que la gente va a sus conciertos, no por él (ni por la anormalidad intrínseca, arriesgo yo, de la gente que va a sus conciertos) sino por las canciones. Claro. Seguro que sí. Lo dice el Shakespeare del pop (esta desafortunada declaración me recordó al patético Casanova de Fellini, glosando sus conocimientos de astronomía, poesía y matemáticas frente al noble oculto tras el cuadro, después de follarse acrobáticamente a la monja, mientras de viste, atribulado por la fama que le proporciona únicamente la pericia y la competencia de su pene). Pero en el caso del nuevo, quinto álbum, de Zach Bryan, puede que los tiros sí vayan por ahí: el protagonismo de las canciones. No nos pilla por sorpresa. Ya el disco anterior era también de una cutrez proverbial. Lo único que parece importarle a Bryan son las canciones. Las canciones, además, al desnudo, sin ahogarlas de afeites y perifollos (sin engordarlas ni ponerlas a dieta). Ya digo que no sé hasta qué punto es o no premeditado. Una voluntad de sonar a maqueta permanente, a la cinta de demos que te pasó un día no sé quién, a vídeo apurado de «TickTocker», grabado en el garaje del hermano de alguien. Pero con mucho dinero detrás. Gastarse un dineral para sonar a bolsillo vacío, a pasar hambre. Él, en esto, sigue siendo escandalosamente generoso y no se doblega ante las imposiciones de la industria (que, en este caso, no creo que haya pretendido imponer nada, dado que la cosa se vende sola, y ¿para qué te vas a poner a enredar?), diecinueve temas nuevos (en muy pocos años, lleva compuestas cerca de ciento cincuenta canciones, y no para de sacar EPs y discos en directo; una rareza en tiempos de temas sueltos y listas de Spotify), el primero de ellos, como en el anterior álbum, un poema recitado, «Lucky Enough», lo menos bestseller que uno se puede imaginar, para ir abriendo boca. Y, de nuevo, nos brinda un disco que parece compuesto por los descartes de un disco anterior inexistente. Eso sí, descartes gloriosos. Más de lo mismo, en efecto, pero, por otro lado, eso es lo que le pedimos (yo, al menos). El álbum incluye «Sandpaper», la esperada canción con Springsteen (que hace poco salía en un vídeo conversando con él, encomiando su apabullante talento para la versificación y la metáfora), prueba palpable del lugar que ya empieza a presidir dentro de la cultura pop estadounidense (no todo va a ser Taylor Swift), pero también «Memphis; The Blues», compuesta, mano a mano, con su paisano de Oklahoma, John Moreland, que se amolda mejor a su sequedad y contención. Ya hablamos en una reseña anterior de su vida, del ejército y de su juventud. Ahora tiene veintiocho años y arrasa allá donde va. Se le puede poner un reparo. Una música tan confesional, puede acabar por agotarse a sí misma. Su biografía es mínima y sigue dando vueltas a su propio mito (ante las hordas adolescentes). Quizá debiera dar un salto y salir de ese círculo egocéntrico. Como Moreland o el propio Springsteen, dar voz a otras voces, no convertirse en un bardo cansino de la autoficción. Y ser un poco menos torrencial. Sea como sea, sigue siendo un fenómeno, y no deja de ser sorprendente el modo en que lo que perpetra, tan poco comercial, tan poco historiado, tan poco verbenero, tan poco pirotécnico, tan intimista y literario, se haya hecho un hueco en los estadios. Otro de los momentazos del álbum es el «Purple Gas» de Noeline Hoffman, que se marca a dúo con ella misma (una de las maravillosas criaturas de Western AF, que, sin duda, va a depararnos muchas alegrías), una muestra más de la inmensa generosidad (y el buen ojo) de Zach Bryan, que sigue imparable e incontenible hacia no se sabe muy bien dónde. Pero, sea donde sea, allí estaremos esperándolo. «Keep it cutre, my friend.»

KAITLIN BUTTS

Roadrunner!

(Kaitlin Butts Music, 2024)

Naces y te crías en Oklahoma, te ensucias en su tierra roja, te gusta cantar sobre ese polvo que se ha pegado a las gargantas de tantísimos héroes que idolatras (entre otros, Vince Gill, con quien acabarás cantando un día «Come Rest Your Head [On My Pillow]»), y tocas la guitarra. Además, resulta que te chiflan los musicales, actúas en ellos desde que eres una renacuaja, y tu película favorita es, ¿cómo no? Oklahoma!, basada en la obra de Broadway de Rodgers y Hammerstein, en la que Curly, un apuesto vaquero, se enamora hasta las trancas de Laurey, una tímida granjera de Oklahoma, pero ambos son demasiado orgullosos y les cuesta admitir sus sentimientos, hasta que la llegada de un forastero desencadena una lucha sin cuartel para conquistar a la chica. Y lo que pasa es que, si hubiera que jugar, a ti te tocaría ser la tímida granjera, y va a ser que no. Básicamente, porque te has macerado escuchando a las Chicks, a las Wreckers, a las Pistol Annies y a la jefaza, Miranda Lambert, y sabes muy bien que, a veces, corrigiendo a la Wynette (que aguantó carros y carretas) «hace falta tener pelotas para ser una mujer». Y tú las tienes. Y vas bien servida, además, de sorna y humor negro (las apocadas no acuden a estos bailes), te escribes tus propias canciones y tienes presencia escénica, se ve que naciste para el tablado. Así que lo tuyo no va a ser hacer de tímida granjera. No eres Laurey Williams. Eres una correcaminos (¡beep, beep!) y no te conquistan, conquistas (y como el que venga no esté espabilado, perderá el turno en cero coma, porque aquí el ritmo lo marcas tú y, como muy bien dices en «Other Girls», amas como una pistola y eres rápida con el gatillo). El caso es que un día, viendo con tu marido (Cleto Cordero, vocalista de los Flatland Calvary, de Lubbock, Texas) la susodicha película de Fred Zinnemann, te entusiasmas por enésima vez y decides grabar un disco inspirado en ese musical que ha marcado tu infancia y tu adolescencia, pero dándole un poco (bastante) la vuelta. El álbum, en efecto, está concebido como la banda sonora de un musical, con su obertura de turno, el instrumental «My New Life Starts Today» que es una revisión del «Oh, What a Beautiful Morning», el tema que abría Oklahoma! (incluso te marcas una versión de una canción de la banda sonora, a duo con Cleto Cordero, «People Will Say We're in Love», y te atreves con un «Bang, Bang [My Baby Shot Me Down]», el mítico tema de Sonny Bono, que hace que nos olvidemos por un momento de Cher y Nanci Sinatra, y que, en conjunción con otros temas, te convierten de golpe y porrazo en la Reina de las «Baladas de Asesinatos»). Pero en este nuevo musical no queda ni rastro de la granjera tímida. La cosa queda meridianamente clara desde el primer tema, toda una declaración de principios: a ti no hay coyote que te pille, por mucho artilugio Acme que se saque de la manga, tu corazón es una carta salvaje, y tu único amor es tu guitarra. «Hotel, motel, / evitar acabar en prisión. / Redneck, prueba de sonido. / Puños volando, acabar en el suelo. / Rodar a medianoche, cantar «White Lightning». / Ahora planicie, hay que joderse, / será mejor que esconda el contrabando.» Ser bonita y agradable es para otras. Esto es lo que hay. Loretta Lynn asoma por los rincones. Y, en esa dinámica, entra como la seda la versión del glorioso tema de Kesha, «Hunt You Down», que contiene la que puede que sea la mejor frase escrita para una canción de amor: «Mi amor, te quiero mucho, no me obligues a matarte». Hay chicas que no son así, lo dices en «Other Girls Ain't Havin' Any Fun», chicas que no son así, como tú, porque tú vas y te descalabras, si lo que toca es descalabrarse, tú con todo el equipo (ya habrá tiempo de restañar las heridas). De lo que se trata es de amar fuerte y sin tapujos, como una auténtica «Buckaroo» (no como una granjera tímida de Oklahoma): «Me batiré por ti, / me pelearé con todo un ejército, / le plantaré cara a un oso, / te cambiaré los neumáticos, / caminaré sobre un alambre, / aceptaré cualquier desafío, / oh, cariño, no me da miedo». Hay fuerza, hay guasa y hay mucho desmelene. Tiempo para el honky-tonk y el exceso. Para caer y levantarse. Mandolinas, banjos y violines de tormenta de polvo. Y tiempo también para frenar un poco y reventarte el corazón con el tema que cierra el disco con broche de oro, «Elsa», compuesto mano a mano con su amiga del alma, Courtney Patton, una canción que si no te emociona y te pone el pelo de punta, es que eres imbécil o hace tiempo que alimentas a los gusanos. «So when my time runs out will you hold my hand / As I journey to an unknown land / And just like the wind, you won't see me, but I'll be there / Don't forget me and my auburn hair.» Estaré ahí. Touché.

DARRYL LEE RUSH

Llano Avenue

(Palo Duro Records, 2005/2006)

Al hablar la semana pasada del debut de Sam Baker, producido por Walt Wilkins (del que ya dijimos que tendríamos que hablar un día de estos), se me cayó del estante este otro disco de Darryl Lee Rush, producido, al año siguiente del Mercy de Baker, por Gurf Morlix (del que también aprovechamos para decir ahora que tendremos que hablar algún día, y que, aparte de producir, en este Llano Avenue se hace cargo, asimismo, de buena parte de la instrumentación, como tiene por costumbre: guitarras, bajo eléctrico, dobro, percusiones, banjo y octofone), un álbum que se abre, precisamente, con una versión de «Truale», el segundo tema del susodicho disco de Baker, y encara el final con el «Queenie's Song» de Guy Clark y Terry Allen; todo queda en Texas (con una pequeña incursión a Kentucky, acometiendo el «Miles To Memphis» del maestro Chris Knight, una canción que, como Rush siempre dice, citando un verso de la propia canción, le hace llorar cada vez que la escucha en la radio). Darryl Lee Rush es natural de Markham, un ínfimo villorrio del condado de Matagorda, en el sur de Texas, no muy lejos de la Costa del Golfo, de menos de mil habitantes (según el último censo), el pueblo del que habla la canción «Town Too Tough To Die», un pueblo demasiado duro para desaparecer, de nuevo situándonos en el territorio de Larry McMurtry en The Last Picture Show, esos pueblos que resisten, entre el polvo y el tedio, pueblos de jóvenes fugitivos y viejos sentados a la puerta de un colmado, aquí, además, matizado por el inconfundible acordeón de Joel Guzmán (otro monstruo del que también tendremos que hablar algún día). Desde muy canijo, Darryl Lee se enamora de la guitarra clásica y, después de experimentar con cuerdas metálicas, empieza a tomar lecciones de un vecino, músico de bluegrass. Lo que para unos puede llegar a ser un calvario (que te caiga en suerte un vecino músico de bluegrass, sobre todo un domingo por la mañana, después de un sábado homicida), para otros puede que sea una bendición. Y así lo fue para Darryl Lee. Aquel vecino lo ayudó a encontrar su voz y su camino. Y en cuanto tuvo edad para ponerse al volante, comenzó a frecuentar los garitos de Dallas y sus alrededores. «Un día estás tocando para los vecinos, y al siguiente te ves abriendo para Diamond Rio», la premiadísima banda de Nashville, en el Nokia Theater (hoy Peacock Theater) de Los Angeles. Y, de ahí, a tocar con Robert Earl Keen, Randy Rogers y Dwight Yoakam. Y, claro, los de Palo Duro Records, uno de los sellos independientes más respetados del Estado de la Estrella Solitaria, no lo pudieron dejar escapar. El legendario Gurf Morlix entró en escena (algo inimaginable para el joven Darryl Lee) y se puso al frente de la producción, después de que Rush se hiciese con los quince mil dólares del Shining Rising Star Contest, el certamen organizado por Shiner Records, filial de Palo Duro, para grabar su primer disco, dejar de vender coches y equipos de música, y dedicarse de pleno a la música. Morlix está, en efecto, detrás de todo el proyecto. Cuenta Rush que fue a su casa y le tocó prácticamente todas las canciones que había escrito a lo largo de su vida. Morlix, sentado, sin perder la calma, se limitó a ir diciendo: «Esta es buena», «Hmm, esta vamos a dejarla»… Y, así, tras aquella larga velada, las canciones que más le gustaron a Morlix, acabarían siendo las siete que constarían en el disco, junto a las cinco versiones sugeridas (aparte de las ya mentadas, también hay una de los Eagles, «Life in the Fast Lane», convenientemente «hillbilizada», y otra del amanuense Hank Riddle, «I Believe in the Sun»), temas que homenajean a su terruño, a la gente que conoció y las historias que le contaron (nada que ver con el country de pose, el country de sombrero, botazas que cuestan lo mismo que la entrada de tu piso y camioneta descomunal, country de bar deportivo con camareras semidesnudas y tristes, y demasiada luz), con mucha influencia de Harry Chapin y Jim Croce, dos de sus máximos ídolos, aunque no tan cercanos como los inmensos Doug Sahm y Guy Clark, los grandes héroes de Texas. El álbum incluye, por cierto, una de nuestras canciones de cabecera, el himno country de todas nuestras desdichas y aspiraciones, la gran «White Trash Paradise»: «I wanna set a couch out by the road, / sell skunk wheat and call it gold, / at my white trash paradise. // I wanna a '69 Chevelle just sittin' on blocks, / Among 27 pens where I keep my cocks, / in my white trash paradise. // I wanna say «Tu madre» to the neighborhood, / Ya know it makes 'um mad to see me livin' so good, / in my white trash paradise. // I wanna spend my nights dinkin' Schaefer Light, / and smokin' cheap cigarettes, / i want a water bed to rest my head, / and a pitbull for my pet. // I wanna ride wellfare 'till the well runs dry, / buy everything that Walmart can supply, / to my white trash paradise. / It's my white trash paradise». Amén.

SAM BAKER

Mercy

(An Independent Release, 2004)

No, pero casi, podría decir el tiempo que hacía y lo que comí el día, hace ya la friolera de veinte años, que cayó en mis manos este disco. Como con las catástrofes o los grandes acontecimientos históricos, ¿qué estabas haciendo el día de marras?, ¿dónde estabas?, ¿qué te dolía? Recuerdo perfectamente la cara de mi dealer particular, cuando me hizo pasar al cuartillo del fondo, como el chino al padre de Gremlins (que, por cierto, era el inmenso Hoyt Axton), sabiendo que tenía algo que iba a volver a producirme la sensación del primer chute, porque ya me tenía pillada la medida del aro y sabía muy bien de qué pie cojeaba (pese a que ya a esas alturas del partido me hubiese empezado a conducir por la vida como un Obélix caído en la marmita, y poca pócima pudiera haber que me hiciese aquel efecto…, ¡pero tremendo druida era mi dealer!: acertó de pleno). La cosa venía, además, avalada por gente muy de mi santoral: Gurf Morlix, Mary Gauthier y Fred Eaglesmith, nada menos. Y el envoltorio era ya de por sí una auténtica virguería. No en vano, Sam Baker, aparte de músico, es fotógrafo y pintor, y tiene un gusto exquisito. Bastaron veinte segundos del primer tema («Waves») para saber que Mercy iba a ser uno de los discos de mi vida (junto con los otros dos que conformarían, más adelante, la trilogía The Pretty World, con el Pretty World de 2007 y el Cotton de 2009). Hoy es una pena entrar en la tienda de su página web y ver que solo están disponibles por descarga. A nadie le importará, y probablemente sea una medalla paupérrima, pero yo la luzco igual con inmenso orgullo, puede que solo frente a un espejo —porque no hay nadie—, o de una comitiva de invidentes —porque nadie atiende—, pero tener a mano los discos de Sam Baker, palpables, físicos, con su buen cartón, nada de plásticos, sin duda, repercute. Tesoros que, seguramente, acabarán en el vertedero, pero que, mientras tanto, hasta entonces (hasta el heredero desafecto que aún no intuyo quién será —al paso que voy, sospecho que un funcionario del ayuntamiento—, que lo descalabrará todo como hicieron mis primos con los enseres de mi abuelo), ayudan, y mucho, porque el mundo es cada vez más cutre (impresiones digitales, fresadas, con ilustraciones hechas por I. A., en papel infecto, mientras el operario de turno de las Gráficas Loquesea escucha Spotify convencido de que ayuda a los artistas y se asombra de lo bien que lo conoce el algoritmo, pobre subnormal; yo hasta ahora no he conocido mejor algoritmo que el de mi dealer, y siempre suscribiré aquello que decía no me acuerdo quién: nada más valioso que alguien que te descubre nueva música). Lo que sí ofrece ahora Sam Baker desde su web, son las letras manuscritas de las canciones, que son, por cierto, como relatos de tu autor favorito (en esta última frase exhibo una filantropía que nunca he tenido y que ni yo mismo me creo: el autor favorito de la especie humana, en general, suele ser un mojón). Pero yo no tendría ningún apuro en situar a Sam Baker entre los mejores escritores de Texas (saliéndome, incluso, del ámbito musical). Nos hayamos ante la música y la literatura de un superviviente. De un superviviente, además, de verdad, sin tropos, sin literatura. En 1986, viajando en tren a Machu Picchu, estalló la bomba que los guerrilleros de Sendero Luminoso instalaron en el compartimento para equipajes que tenía encima. Murieron siete viajeros, incluidos los tres que iban sentados con él (un niño alemán, con sus padres, despedazados). Sam Baker sobrevivió y pudo volver a tocar la guitarra y escribir después de diecisiete cirugías reconstructivas. De eso habla «Mercy», la canción que da título al álbum con que debutó en 2004 (también «Steel» y «Angels»: «Todo el mundo es un ángel / pero también un hijo de perra y una mala puta»). Se lo produjo Walt Wilkins (otro monumento de Texas del que aún no hemos hablado en este ventorrillo, pero del que hablaremos próximamente), al que había teloneado en una gira. Lo grabaron en el Dog Den Studio de Nashville, algo así como un «bed and breakfast» de Llano, con una silla, dos micrófonos y una vela. Luego irían dejándose caer los músicos. Mike Daily, de Whiskeytown, con su pedal-steel inconfundible, el violín increíble de Tim Lorsch (creo que nunca han sonado tan bien los violines en un disco) y las voces de Kevin Welch (en «Truale»), Joy Lynn White (espectacular en ese relato de Carver que es «Iron») y la maravillosa Jessi Colter (en la canción que abre el disco, «Waves»). Todo se adscribe a la sacrosanta tradición de los míticos songwriters de Texas: Guy Clark, Lyle Lovett, Townes Van Zandt, Lightnin' Hopkins y Mance Liscomb. «Yo solo soy un hilillo de esa grandiosa tela. Pero pertenezco, como ellos a ese terruño, a esas historias y esas mismas gentes. Cuando escribo, funciona mejor cuando hablo de lo que conozco, como les pasaba a Townes y Guy. Todos escribimos sobre los mismos árboles, las mismas piedras y la misma gente que lucha por salir adelante. Natural que haya ecos y reminiscencias. Respondo al mismo género de cosas a las que ellos respondían: el modo en que se extiende la pradera ante nuestros ojos, el modo en que sopla el viento desde la costa del golfo… Townes y Guy me enseñaron a mirar a mi alrededor y a ver lo que había en mi patio, porque es ahí dónde reside la auténtica fuerza de una canción. Cuando ellos escribían sobre una hoja que caía de un árbol, con toda seguridad se trataba del árbol que se veía desde su ventana, y esa siempre me ha parecido la lección más valiosa». En sus letras y sus arreglos casi se puede adivinar también la voz de Larry McMurtry (y la de su hijo y, ahora también, la de su nieto, la eminente saga McMurtry), su música tiene mucho del polvo y el tono elegíaco de The Last Picture Show. Otra cosa (aparte del objeto y de la calidad del sonido) que se perderán los sombríos «spotyfiers», es el maravilloso texto de agradecimientos, al final del cuadernillo que incluye las letras: «[…] gracias a todos los artistas, forasteros, viajeros, barqueros, amantes, carpinteros, soldados, borrachos, amas de casa, luchadores, trabajadores sociales, constructores, niños, policías, bomberos, vagabundos, enfermeras, pastores y profesores. Gracias a todos los que se empeñan denodadamente en hacer algo bueno. Todos estamos a merced del sueño de otro». Y el emocionante guiño final a Jessi Colter, que no aparece en el disco por cortesía de Highway 29 Records (como Wilkins), ni de Dead Reckoning Records (como Welch), sino «por cortesía de la bondad de su corazón» (Waylon, me gustaría añadir por último, ¡qué pedazo de mujer tenías!). La friolera de veinte años, como decía al principio, y la cosa sigue poniéndome los pelos de punta.

EDDIE NOACK

Psycho. The K-Ark and Allstar Recordings 1962-69

(Bear Family Records, 2013)

Hace un par de años, al reseñar el Stone By Stone (2022) de Ian Siegal, destacábamos la versión fría y escalofriante del «Psycho», de Leon Payne, el tema que en su día acometiera el oscuro Eddie Noack, a quien nos referíamos en aquellas mismas líneas como: «ese cantante fascinante que ha pasado a ser la más extraña nota a pie de página de la historia de la música country», para a continuación, entre paréntesis, añadir: «algún día le dedicaremos unas líneas». Pues bien, ya va siendo hora de formalizar el compromiso adquirido en aquel paréntesis, para que la cosa no se quede meramente en eso, en un paréntesis, en una nota a pie de página, y luego no vaya nadie por ahí diciendo que en esta casa no cumplimos nuestras promesas. Gran parte de la culpa del resurgimiento (más bien rescate) de «los clásicos dementes» del «compositor y héroe de culto de la basura», hemos de atribuírsela a Bob Dylan, quien, el 24 de enero de 2007, tuvo a bien sacarlo del arcón y desempolvarlo en la emisión de su siempre nutricio programa «Theme Time Radio Hour», pinchando el «Take It Away Lucky», que luego se incluiría en el primer CD del recopilatorio que hicieron del susodicho programa y que saldría al año siguiente en Ace Records. Antes de pincharlo, Bob Dylan lo presentaba de esta manera: «Eddie Noack, un intérprete y compositor, natural de Houston, Texas, que grabó para el sello Starday. Quiso ser periodista. Pero periodistas tenemos de sobra, y lo que escasea es la gente capaz de cantar y componer como Eddie Noack. Eddie grabó la canción «Psycho», escrita por Leon Payne, un tema sobre un asesino en serie, y, como era de esperar, nunca llegó a medrar en las ondas, pero acabaría convirtiéndose en una canción de culto, del mismo modo que el propio Eddie Noack». En efecto, Eddie Noack se graduó en periodismo en la Baylor University, pero en 1947 ganó un certamen de nuevos talentos y, de la noche a la mañana, se vio convertido en cantante de música country, grabando una versión para Gold Star del «Gentlemen Prefer Blondes» que le hizo meterse de lleno en el ajo. Luego iría saltando de sello en sello, con escasa fortuna, hasta desaparecer del mapa. El caso es que siempre estuvo ahí. Hubo un tiempo en el que no había un solo disco de George Jones que no incluyese una canción de Noack, de hecho, llegaría a hacer un álbum solo de canciones suyas. Las grabaciones que perpetró Noack a mediados de los años cincuenta se encontraron siempre entre las favoritas de los forofos del honky tonk de Texas (la gente maravillosa de Bear Family Records, el sello alemán, unos años antes de editar el recopilatorio que hoy acentuamos, sacó otro de tres CDs con los singles de aquella época –y demos, y falsos comienzos, y charloteos de sesión—, el exquisito Gentlemen Prefer Blondes, con su goloso libreto de 104 páginas, marca de la casa –alabados sean los alemanes–, y más de 231 minutos de gloria), pero serían los psychobillies, en los ochenta, los adoradores del trash, quienes resucitarían de entre los muertos esas dos joyazas loquísimas: «Psycho» y «Dolores» (incluidas ambas en este segundo recopilatorio, complementado suculentamente con las ilustraciones de Reinhard Kleist, el creador de tebeos alemán responsable de esas tres historietas —nos negamos a llamarlas «novelas gráficas», como hacen los cursis— sobre las vidas de Johnny Cash, H. P. Lovecraft y Nick Cave), dos canciones escritas desde la perspectiva de un psicópata asesino en serie. Los seguidores de los Cramps y los Meteors, se volvieron majaretas. Más oscuro no se podía ser. Y así empezó el culto. Pero para ese entonces, Eddie Noack ya estaba muerto (siempre vivió lo que predicaba, no como otros, que cantas de oídas, y su vida de «hardcore honky tonkin’», de tarambana, para entendernos, le acabaría costando la vida). Este disco también contiene temas osadamente anormales, como «Invisible Stripes», «Prisoner Of War» y «The End of the Lines». O esas tres preferidísimas mías, «Beer Drinkin' Blues», «We Are the Lonely Ones» y «Sleeping Like A Baby (With a Bottle In My Mouth)». Puro country, como dijo él mismo cuando quisieron apropiárselo los rockabillies. El hillbilly más bizarro de todos los tiempos. Y, para acabar, añadiremos que esta reseña nace asimismo con voluntad de gesto de gratitud inmenso a la gente de Bear Family Records que, al menos en mi educación sentimental, ha sido igual de importante, si no más, que los tebeos de Daredevil, los libros de Alianza de Bolsillo, los blockbusters de los ochenta y la editorial Anagrama de los primeros tiempos. Va por ustedes.