LP5
(Old Omens/Thirty Tigers, 2020)
John Moreland ha logrado algo que, ya con lo que llevamos encima y a estas alturas del partido, pensé que jamás nadie conseguiría. Congraciarme con los samplers, los sintetizadores y las baterías programadas. Todo lo que, hasta hace dos días, me provocaba urticaria, náuseas e instintos criminales. Él dice que empezó con una guitarra porque no tenía más que una guitarra. Que luego ganó dinero y pudo comprarse más guitarras y aún así siempre seguía tocando con la misma guitarra. Y empezó a aburrirse de sí mismo. Así que decidió tomar el desvío, sabiendo que le lloverían críticas por su nueva «aproximación sónica», pero en eso sí que ha seguido siendo fiel a sí mismo (que es una de las cosas que nos sedujo desde su primer disco): se la sudaba. En esto, como en todo, si empiezas a preocuparte por lo que piensa la gente, pierdes la partida. Y te conviertes en un miserable. Con el anterior disco (Big Bad Luv) ya hubo un cambio. La gente empezó a conocerlo. Un gran sello y espaldarazo. La cosa se puso seria. Y ya fue estresante. Porque lo que llevaba haciendo años se convirtió, de la noche a la mañana, en un trabajo, y los trabajos apestan, se mire por donde se mire. Porque todo corre el peligro de volverse convencional, la autenticidad corre el riesgo de convertirse en una fórmula y entonces, hasta las viejas canciones empiezan a sonar a muerto. Es su hobby, su pasión y su diversión, sobre esto último. Sin diversión no merece la pena seguir intentándolo. Y todos esos nuevos elementos que aterrizan en este LP5 proceden precisamente de ese intento de huida de la parálisis; con la complicidad de John Calvin Abney, otro grande de Oklahoma, con quien ya viene colaborando de lejos, ha pasado de pantalla. También es la primera vez que John Moreland no se produce a sí mismo. Esta vez lo ha dejado en manos de Matt Pence, en The Echo Lab, un estudio de Denton, Texas, cuyo nombre casa bien con el nuevo sonido. Matt Pence (batería de Centro-matic) no solo había producido álbumes a Jason Isbell y Sarah Jaffe, también había producido un disco a Easter Drang, su banda favorita de Tulsa, así que lo vio claro. Y el resultado es brillante. Tampoco es que el cambio haya sido copernicano (como predecían algunos cenizos que habían oído algún adelanto en redes, casi al grito de: «¡Judas!» cuando lo del Dylan eléctrico; en cualquier caso, la gente, en general, es imbécil; con su anterior disco lo acusaron de «sobreproducido», cuando lo había grabado en el salón de su casa y en la mitad de las canciones puede oírse el aparato de aire acondicionado…), no hay pirotecnias ni soniditos. Aquí nadie se ha vuelto loco ni está intentando ir de moderno. No hay cupcakes ni jerséis de punto. Son las mismas, descarnadas, brutales canciones de siempre. Pero es como si hubiésemos pasado del blanco y negro (el glorioso blanco y negro) al technicolor. Los temas y el dolor siguen siendo los mismos (música con ecos de iglesia vacía, como han dicho por ahí), la diferencia, ya esbozada en su anterior trabajo, es que ya no canta desde el trauma (ya no tose sangre en cada línea), sino desde el recuerdo del trauma (como dice OD Jones, ha encontrado la paz en su ateísmo), así que el desgarramiento está pulido, tanto en las letras como en el tratamiento sonoro, pero sigue poniendo los pelos de punta, porque con la contundencia de su voz, toda esa tristeza (presente en el 99,9% de sus canciones) adquiere un tono elegíaco y al final, aparte de conmovedor, resulta iluminador y curativo. Y lo mejor es que suena espontáneo. Y sigue poniendo la piel de gallina.