Prospect Hill
(Dixiefrog Records, 2015)
Se veía venir. Tarde o temprano ocurriría. Y lo mejor era que sucediese cuanto antes. Ya en el 2012, en el álbum que les produjo Buddy Miller (Leaving Eden), el pulso resultaba evidente. Siempre había estado ahí, en los Carolina Chocolate Drops, pero más o menos se disimulaba. Por un lado estaba ella, Rhiannon Giddens, de la que todos nos enamoramos en algún momento del 2007, y por otro lado Dom Flemons, el tipo de los tirantes, el tipo que, aparte de sus banjos tocaba los huesos (no preguntemos de qué animales). Buddy Miller, que cada vez suena peor, que se ha instalado en esa posición de «respetado en Nashville» en la que todo suena igual (de mal), no hizo sino acelerar lo inevitable. El video que hicieron para el tema «Country Girl» es la prueba definitiva de que aquello ya no iba a ninguna parte. Hay otros videos en internet en los que se les ve interpretando ese tema en iglesias y en porches al aire libre. Y ponen el pelo de punta. Hay una animalidad y un vitalismo, una crudeza desarmante. Pero en el video oficial de la canción todo resulta decepcionante (y no saben lo que me ha costado sujetar las riendas para no utilizar otro calificativo menos diplomático). Ella muy guapa, sí. Y poco más. Dom Flemons al fondo, como perdido, como preguntándose: «¿Qué cojones hago yo aquí?». El caso es que ella tenía claro que lo suyo era la insubstancialidad y el mainstream (lo ha demostrado con su primer disco en solitario, el insulso Tomorrow is my time, bajo la tutela del sobrevaloradísimo T-Bone Burnett; un caso parecido al de cuando Carrie Rodríguez se separó de Chip Taylor, con quien no dejaba de grabar discos gloriosos, para emprender una carrera en solitario que ni con su belleza ha logrado impedir que zozobre en la trivialidad más desapacible, salvo por aquella interpretación ya lejana de la «Puñalada trapera» que aún me arranca escalofríos cada vez que la oigo, poco más). La señorita Giddens es ahora hasta protagonista de musicales. Bien por ella. Fue bonito mientras duró. Lo de él, en cambio, siempre fue una apuesta radical, no hay más que verle, aparte de los huesos y su banjo de 1920: ¡esos tirantes!… Y se puede percibir en su primer álbum en solitario, que desde aquí aplaudimos con mucho golpear de pies sobre el sufrido tablado del porche. Ya no hay concesiones ni estiramientos forzosos para hacerlo todo más digerible. Ahora todo es maizal. A los viejos ingredientes de la herencia afroamericana que popularizó magistralmente en su día al frente de los Carolina Chocolate Drops, se incorporan ahora nuevos viejos estilos: folk, ragtime, early jazz, rock and roll, música «fife-and-drum» de antes de la Guerra de Secesión… Todo suena a sinceridad, a cosa real, a música interrumpida para toser y escupir y comentar algo que se ha visto en la distancia. A esclavos construyendo graneros en 1849. A Sonny Boy Williamson. A música de la calle. Música viva. Música sin maquillar. Música sin vestidos bonitos ni abalorios. Música que no tiene miedo a perderse. Música hecha por un tipo que apuesta fuerte por los tirantes. ¡Aleluya!