Elmwood Park
(Cafe Rooster Records, 2016)
Dice por ahí un tipo que nunca ha sido santo de mi devoción (sino más bien de mi escarnio) que al lugar donde has sido feliz, no deberías tratar de volver. Yo lo hago. Recurrentemente. Regreso a los primeros discos de John Prine y Kris Kristofferson. Y la felicidad vuelve, con la misma intensidad. Quizá ya no sea la felicidad del asombro del primer chute, pero es felicidad al fin y al cabo, en estado puro, felicidad al cubo, la felicidad de la relectura y el reencuentro. Felicidad de chef o de sibarita. La felicidad a la que quizá se refería Borges cuando hablaba de leer a Chesterton… Y me refiero a esta suerte de felicidad porque es precisamente la que me ha despertado este disco a la primera escucha, un disco que suena mucho (y bien) a aquellos extraordinarios primeros discos de Prine y Kristofferson, tanto en el sonido como en sus historias. También hay un poco de Sam Baker en el fraseo y la voz, aunque sin su demoledora melancolía, que Bradbury sustituye con una no menos demoledora vena satírica, una comicidad que consigue, de manera magistral, no echar a perder su capacidad de conmover. «The Roadkill Song», por ejemplo, que es como una revisión actualizada del «Sunday Morning Coming Down», pero con versos que dicen: «Hay un mapache muerto junto a la cuneta en el aparcamiento. Sí, bueno, pues resulta que él y yo nos hemos hecho muy buenos amigos. A la hora de conversar no es que sea gran cosa, pero no hay quien le gane en la competición de a ver quién aparta primero la vista». O cuando en ese «True Love» dice que: «nuestro amor es como un laboratorio de meta en el sótano de la casa de tu madre, nacido toscamente en unas garrafas demasiado dispuestas a estallar. Solo tratábamos de limpiar la cocina, de dar con la combinación correcta y de ahí en adelante. Porque el amor verdadero te hará perder unos cuantos dientes. El amor verdadero es tener 62 a los 23. El amor verdadero siempre empezará quemándote de un modo dulce y agradable». Y «Life is Hard», que llevo escuchando toda la semana, un homenaje a los tres héroes de la juventud de Bradbury: Jack Kerouac, Lenny Bruce y Daffy Duck, que empieza diciendo: «Kerouac murió con la televisión encendida en casa de su madre, en Florida. Su hígado estaba amarillo y su cartera vacía, odiaba a los hippies y le daba a la maría. La vida es dura». La felicidad, ya digo, no es solo la que despierta el disco al escucharlo, sino también la felicidad que genera el hecho de su propia existencia; saber que siguen surgiendo artistas de la talla de aquellos míticos storytellers que ya parecen tan lejanos, una escuela que sigue esperanzadoramente viva. Y para despedir esta rendida reseña, dejemos que sea el propio Bradbury quien se presente: «Para mí este disco no es tanto un álbum sino una colección de relatos. La mayoría son reales, de cosas que me han pasado a mí o a alguien que conozco. Recomendado para aquellos que sufran de movidas existenciales no resueltas y tengan una desafortunada predisposición a mostrarse excesivamente sentimentales a la hora de enfrentarse a la cultura pop estadounidense de mediados de siglo. Para un resultado más óptimo, utilizad auriculares. Preferiblemente de los baratos. Una vez los tengas date un largo paseo. Asegúrate que sea el tipo de paseo que te haga reflexionar en cosas. Cuando hayas terminado de reflexionar, olvídate de todo y escribe un libro».