Let It Slide
(Alive Records, 2016)
Nos pasa una cosa con el blues. Un poco como con el jazz. Desde que se convirtió en cosa de culturetas blancos, en cosa de estilo y de esa cosa tan irritante que es la «música de músicos», de «entendidos», no nos llega o nos llega mal; hablamos de sucedáneos. Por eso en casa entra poco (nada de «manos lentas», ni de Stevie Ray, ni del circo domesticado del House of Blues, incluyendo al coñazo del último B.B.King), claro que lo que entra lo hace por la puerta grande y tiene reservado un lugar de honor en nuestras estanterías. Nos gusta el blues que se padece, el blues que se toca para librarse del blues, el blues que al escucharse te deja con el blues, blues de pantano, de juke joint y de cuchillo en la bota (por lo que pueda pasar a la salida). Blues de negrata negro y blues de negrata blanco, de hillbilly esquizofrénico, de Townes Van Zandt y del vecino de Townes Van Zandt. De presos de la prisión de Angola, de campo de algodón, pero también de bosque, moonshiners y parque de caravanas. No el blues de «ahora voy a hacer un blues»; porque pensamos que el blues no se toca por voluntad (aunque sí por la voluntad, casi siempre por la voluntad), sino por necesidad, porque duele y jode y hay que librarse de él a toda costa. Por eso amamos el viejo blues del delta, o el blues rescatado de esos ancianos a orillas del Mississippi en manos de los punkarras de Fat Possum, R.L. Burnside y Junior Kimbrough, gente de esa calaña. El blues que aúlla, que rabia, que amenaza, con su cosa ceremonial de casi vudú, chuletas de cerdo y aguas revueltas. Blues que huele fuerte. Blues de malas bestias, de cicatrices, aguardentoso y narcótico, que desprende una sensación ominosa, de peligro, como el de este resucitado de entre los muertos que es el sucio y crudo Mark Porkchop Holder con su armónica y su vieja slide. Aun no sabiendo nada de aquella cosa tan garajera y vagabunda que fueron los Black Diamond Heavies de Nashville, en los que militó brevemente antes de meterse en problemas con el alcohol y las drogas y desaparecer entre los contenedores de la depresión y la locura, solo viendo la cubierta del disco, esa cosa tan descamisada, calva, poco sana y sudorosa, uno ya sabe que lo que escupa va a sonar bien. Autenticidad, poca pose y, por ejemplo, un «Stagger Lee» en cuyos lodos ya quisiera haber siquiera chapoteado el bueno de Nick Cave. Nada de mezclas extravagantes ni de flirteos con otros estilos. Nada de originalidad. Ya está todo inventado. Puro jadeo. Blues, como dice por ahí Nik Cameron, de no saber si levantarte a bailar y a dar puñetazos (lo de dar puñetazos es añadido mío) o si meterte en el baño a llorar.