Sleeping with the Blues
(Reckless Records, 2002)
Me disculparéis, pero esto comienza siendo una historia asquerosamente personal, del año 2002. El amigo americano volvía a Utah, no quería llevar mucho lastre y me regaló tres de sus discos. Buenas Noches from a Lonely Room, de Dwight Yoakam; Wrecking Ball, de Emmylou Harris y Barricades & Brickwalls, de Kasey Chambers. A los pocos meses, esos tres discos me acompañaron a Londres. Una amiga por la que habría cazado mamuts se había ido a currar allí, la empresa le había puesto un apartamento increíble en Kensington, junto a la casa donde un escritor famoso había escrito un libro famoso, y me invitó a pasar unos días con ella. No la vi mucho. Trabajaba todo el día. Cenábamos y por la noche la oía follar con su novio londinense al otro lado de la pared. Yo me ponía los cascos y escuchaba el disco de Kasey Chambers a todo trapo. No era mal título para mi agonía de cazador de mamuts a punto de extinguirse: barricadas y paredes de ladrillo, y al otro lado sus jadeos. Ahora que lo pienso tampoco se quedó corto el hijoputa de Yoakam, cantándome su «Buenas Noches from a Lonely Room». A veces el mundo puede ponerse bastante cabrón… El caso es que en una de las largas tardes que me pasé deambulando por las calles lluviosas de Londres entré en Music & Video Exchage, la tienda de discos del 38 de Notting Hill Gate, y encontré The Captain, el disco anterior de Kasey Chambers. Cuando fui a pagarlo el tipo me dijo: «El bueno es el padre». Entró en la trastienda y me sacó el Sleeping with the Blues (recuerdo haber pensado: «¿Sleeping with the Blues? ¿En serio? ¿Me estás tomando el pelo? ¿Es que ha salido publicado algo en The Sun?»). Confié (a pesar de la cubierta) y me lo llevé. Lo escuché mirando patos en Holland Park. No cicatrizó nada, pero algo sí que cauterizó. Había una versión del «I Drink» de mi adoradísima Mary Gauthier, y un dúo con Audrey Auld (mi también queridísima diabla de Tasmania) que se titulaba, otra vez muy a cuento, «The Whiskey Isn’t Working», porque os aseguro que, luego, ni con pintas ni con whisky, ni con jamón del bueno (el que le llevé de regalo, porque en Londres tú ya sabes…). El caso es que Kasey Chambers era la estrella, había dado el salto desde la llanura de Nullarbor, en Australia, hasta Nueva York (había colado un tema en Los Soprano y en el Barricades había colaboraciones de Lucinda Williams y Buddy Miller, ahí es nada…). Pero de casta le viene al galgo. Kasey había militado desde muy cría en la banda familiar de su padre, cerca de diez años con su madre y su hermano, la Dead Ringer Band, tragando mucho polvo en los áridos baretos de la zona rural del Sur australiano. Llegaron a publicar un EP y cuatro discos fantásticos, hasta que papá y mamá se separaron (así es el country, amigo, ¿qué le vamos a hacer?, siempre hay alguien jadeando en la habitación de al lado). Luego Bill Chambers se dedicó a hacer versiones de Hank Williams por los pubs de Sidney con una banda de bar llamada Luke and the Drifters, creó su propio sello, Reckless Records (un sello hoy de referencia en la escena country australiana), y emprendió su carrera en solitario con este Sleeping the Blues que cogía polvo en el almacén de aquella tienda de discos de Londres. Tiene, además, una bonita dedicatoria: «Este álbum está dedicado a la memoria de Bob Dixon (el «punteo de Johnny Cash es para ti, Tío)». Country de gargantas secas y armadillos atropellados. De canguros alcohólicos, lagartos astronautas y koalas asesinos (si no habéis leído a Kenneth Cook, ya estáis tardando). Aquellas paredes me hicieron daño, pero al menos me llevé a casa las canciones de Bill Chambers. Y, por si a alguien le interesa, decir que los mamuts hace ya tiempo que se largaron.