Ben Bostick
(Simply Fantastic Music, 2017)
El pedigrí que se apuntaba en las cinco canciones de su EP, My Country, queda jubilosamente confirmado en este primer álbum: la ausencia de Waylon no termina de curarse (no terminará de curarse nunca), pero podemos respirar tranquilos, Ben Bostick ha llegado a la ciudad. California, dicen, Laurel Canyon, y es cierto que con My Country la prensa especializada lo calificó de «alianza impía entre George Jones y Merle Haggard», apuntando a cierta influencia de Bakersfield, que queda a no más de dos horas de Los Ángeles. Y este álbum, homónimo, lo ha co-producido John Would, responsable de algunas cosas de Fiona Apple y Warren Zevon… Mucho tocar a pelo en los muelles de Santa Monica, con chicas en patines y surferos nihilistas, entre trabajos de lo más peregrinos (incluyendo sets de rodaje, el sueño de Hollywood, camareros actores por todas partes), hasta sacar la pasta para grabar un EP. Pero hay que decir que la huella californiana no se intuye por ninguna parte. Hay más, probablemente, de Beaufort, Carolina del Sur, de donde es nativo, «la mejor ciudad pequeña sureña» de Estados Unidos, según la revista Southern Living, escenario de las novelas de Pat Conroy. O de la escucha casi obsesiva de Townes Van Zandt. Dicen por ahí que no está lo suficientemente cabreado para ser considerado «outlaw country» (últimamente, a todo lo que suena barítono y peligroso, con barba fuerte y posible historial carcelario, se le cuelga ese sambenito, prueba de infamia), que no es lo suficientemente nasal para el «honky-tonk» (afortunadamente, sus letras van más allá de esa simpleza de muchachote llorón), ni lo suficientemente hipster para el «Americana» (cada vez más claro, un invento para confesar, sin miedo, un gusto inconfesable que, en muchos casos, probablemente ni gusta: de ahí Wilco, de ahí Ryan Adams, de ahí rellene la línea de puntos con la primera banda con banjo y mandolina que se le pase por la cabeza: ................), ni lo suficientemente cínico para encajar en el rollo folk (indigestiones Dylanitas, fundamentalmente). El despropósito de las etiquetas. Él mismo se ríe de todo eso y se autodefine como «outsider country», con toda la libertad que le proporciona esa idiota (como cualquier otra) denominación en calidad de forastero, intruso, marginado y ajeno. Un «hago lo que me sale de los cojones, llámalo X, pero si no me va a echar una moneda, hágase a un lado». Todavía no ha dado el salto de, por ejemplo, un Chris Stapleton, pero los buitres de Nashville no tardarán mucho en pegar la oreja. De momento, aún se le puede ver cada domingo por la noche en el Escondite del centro de L.A., en pleno Little Tokyo (buenas hamburguesas, pero pídete mejor cerveza que copas si no quieres cabrearte), calentando motores con su banda, The Hellfire Club. O por el día en los muelles de Santa Monica, en plan «one-man-band», por la voluntad. Estamos a salvo.