Fire Dream
(Big Legal Mess Records, 2018)
El disco te convida a imaginarte una barraca de feria volando en mitad de un temporal caribeño que acaba aterrizando justamente en un viejo vertedero de Kentucky. Y hay gente viviendo en la chatarra que se acerca a ver qué demonios es esa cosa demencial que ha caído del cielo. A eso es a lo que suena la última empresa en solitario del coronel J.D. Wilkes. En sus canciones sigue habiendo algo de sermón maníaco, de la locura gótico sureña de esa especie de predicador pentecostal desquiciado que le posee cada vez que se sube a un escenario al frente de sus Legendary Shack Shakers, aunque menos estridente y frenético. Más extraño. Aquí el ritmo es más de zombi lento. Hay fanfarria de bote de vapor que vaga sin que nadie lo pilote por las aguas pestilentes del río Mississippi, baile de granero y jamboree. Historias de hogueras y vodevil. Carromato y circo de freaks. Percusiones «clippity-clop», ritmo «oom-pah», vetas gitanas y arrebatos de tango oscuro, arrabalero, en los que se distinguen claras reminiscencias del Tom Waits de la época de Rain Dogs, Swordfishtrombones y Frank’s Wild Years. Hay navaja y tripa derramada sobre el suelo. Fulleros y ventajistas. El abuelo muerto en el desván. Un auténtico gabinete de curiosidades. Música vieja de los Apalaches, cajún, jazz primitivo y música isleña de los calveros suburbiales de los Creole. Hillbilly de bosque (hellbilly, mejor), blues turbio, contradanza de violín andrajoso y banjo. Y, por supuesto, vudú. Música espectral. Música de algo que acecha en la espesura para degollarte. Y en la compañía, bajo el mando de Jimbo Mathus (que últimamente anda metido en todo lo bueno), el Dr. Sick, de los Squirrel Nut Zippers y Matt Patton de los Drive By Truckers. Grant Britt, desde las páginas de nuestra Biblia, la revista No Depression, lo ha explicado de manera gloriosa y exquisitamente precisa, J.D. Wilkes es el Iggy Pop rústico de las zonas apartadas y remotas: «Coges a Iggy Pop, lo haces rodar sobre una parcela de marihuana y hongos, lo sumerges en una cuba de moonshine y, acto seguido, lo lanzas a un caldero hirviente de grasa de zarigüeya hasta que quede bien frito. Lo retiras de la grasa, lo colocas sobre un escenario y te apartas de él echando hostias».