JEFFREY MARTIN

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One Go Around

(Fluff & Gravy Records, 2017)

No resulta fácil recuperarse del impacto inicial. Hace ya tiempo que quería reseñar esta obra maestra. Escuchar sus historias, en efecto, fue como leer por primera vez los relatos de Raymond Carver o Annie Proulx. El mismo deslumbramiento. Junto a Jeffrey Foucault (¿será cosa del cifrado cabalístico de su nombre?), para el que esto suscribe (con toda mi dudosa subjetividad, tan llena de fobias y aversiones, de odios sarracenos y lealtades gitanas), Jeffrey Martin es uno de los mejores «storytellers» que han surgido en los últimos años. Durante mucho tiempo se le ha venido considerando, los que se han molestado en considerarlo (que no son muchos), un «songwriter's songwriter», un «cantautor para cantautores», lo que vendría a traducirse, como muy bien dicen por ahí, en alguien básicamente ignorado y muy mal pagado. Si me permiten, voy a hurgar un poco en su biografía. Quizá por ahí se halle una clave. De niño, siempre buscó la soledad. Sigue siendo así, y ya solo por eso se ha ganado para siempre nuestra simpatía, se ve que nunca ha llegado a comprender del todo esa cosa tan marciana y tan poco natural de sonreír en las fotografías (lo suscribimos, porque ¿a cuento de qué tanta sonrisa?), aunque él mismo se considere un tipo de lo más alegre (la verdad es que cuesta creerlo). Dice que una noche, cursando secundaria, se quedó despierto bajo las sábanas con una linterna y un DiscMan escuchando «That's the Night that the Lights Went Out in Georgia», de Reba McEntire, hasta que se le gastaron las pilas. Y dice que esa fue la noche en que se convirtió en escritor de canciones (aunque aún tardaría varios años en ponerse manos a la obra). Más tarde, se licenciaría en escritura creativa y se haría profesor de literatura. Escribiría todo tipo de cosas (no solo canciones) y se enamoraría de su trabajo: enseñar literatura en institutos, lo más parecido a entrar en combate en La Colina de la Hamburguesa, una lucha permanente contra las fuerzas indomables del ruido y la curiosidad, algo que te acaba arrebatando horas de sueño y puede incluso que de sensatez, pero que te lo devuelve, multiplicado por cien, en dosis de cruda humildad. Fines de semana de corregir exámenes en un avión que te lleva a Los Ángeles para tocar en un par de garitos y luego volver a casa tras una noche de motel barato corrigiendo exámenes, en un vuelo de regreso con más exámenes por corregir hasta llegar muy tarde a casa, cenar algo frío que no repte aún por la nevera, corregir los últimos exámenes, irse a la cama para soñar con montañas de exámenes por corregir y despertarse a las cinco de la mañana, ya muy lunes, para ir al instituto con legañas, mala leche, mucho café y tendencias homicidas. Un tren de vida que no podía durar. Muy a su pesar, acabaría dejando la enseñanza para dedicarse enteramente a la música. No tenía sentido seguir animando a sus alumnos a luchar por sus sueños cuando él era el primero que no lo hacía. Raro sueño, en cualquier caso (raquítico, al menos: llegar a fin de mes haciendo canciones). De momento vive en Portland, Oregon, pero en los últimos tiempos la ciudad se ha puesto de moda y todo se ha vuelto carísimo. Demasiados cupcakes y lattes. Siente que ya se ha puesto en marcha la cuenta atrás hacia el día en que tendrá que largarse a vivir a un sitio que no le suponga semejante sangría. Ahora no para de girar, su cuerpo todavía lo aguanta, pero sabe que llegará un momento en que tendrá que bajar el ritmo y cambiar de aires, porque de algún modo habrá que seguir pagando las facturas. El trovador errante de los abatidos y los desolados, así lo han bautizado los que le siguen. Una voz afligida y vulnerable para unas historias que hay quien ha querido asociar a las de Willy Vlautin, el otro maravilloso triste de Portland, aunque musicalmente Jeffrey le gane la partida, mucho menos ambicioso, mucho menos paisajista, más directo a la yugular, sin preciosismos. Música para corazones incendiados, como el librazo de A.M. Homes. Sueños y miserias de la clase obrera. El hecho de que haya una canción dedicada al día que leyó por primera vez que William Burroughs había matado a su mujer de un tiro en la cabeza («Billy Burroughs») y una versión con banjo en vez de acústica del «Surprise, Arizona» de Richard Buckner, ya lo dice todo. Dolor y cicatrización. Good Medicine.