TYLER CHILDERS

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Country Squire

(Hickman Holler Records, 2019)

No repetiremos lo que ya dijimos sobre Tyler Childers en una reseña anterior, hace ya tiempo, a propósito de Purgatory, su primer disco editado en su propio sello, al igual que este fabuloso Country Squire (sin duda una de las mejores cosas que han pasado este año en la música country), producido por Sturgill Simpson (con quien ya han anunciado, además, próxima gira). Pero volvemos a él porque en estos dos años han sucedido algunas cosas que nos parece importante señalar. Cosas que tienen que ver, sobre todo, con cuestiones conceptuales acerca del significado de ciertas etiquetas y actitudes. Para empezar, fuera coleta, fuera barba y bienvenido bigotazo redneck. Con solo veintiocho años, este terremoto de Lawrence County, Kentucky, ha vuelto a cimentar las bases, sin adornos ni poses, del viejo movimiento outlaw. En el camino se ha fraguado varias enemistades que no han dudado en tildarlo de presuntuoso o prepotente, recurriendo a lugares comunes como lo efímero de la fama y el respeto al público al que uno se supone que ha de deberse. Pues bien, para Tyler Childers tal deuda no existe, o mejor aún, la cuestionable existencia de esa deuda se la trae bastante al pairo. El respeto, tanto de un lado como de otro, tanto del lado del oyente como del lado del creador, hay que ganárselo. Y ya va siendo hora de jubilar esa tremenda soplapollez de que toda opinión es respetable. Hay opiniones de mierda. Punto. Y ser outlaw no es tener la barba larga, la voz grave, aspecto peligroso y fatigar tópicos y clichés acerca de cárceles, madres, camionetas, whisky, mujeres enojosas y bares de mala muerte. No es esa fórmula ya tan manida y tan cansina que puede rastrearse hasta en gente de la talla de Jamey Johnson o Chris Stapleton, junto a toda esa lamentable caterva de esforzados imitadores. No. Ser outlaw, hasta etimológicamente, es hacer lo que a uno le sale de los cojones. Sin pedir permiso ni disculpas a nadie. Como por ejemplo su amigo Sturgill, a quien ya os podéis imaginar lo que puede importarle lo que pensemos de su Sound of Fury. Ni él ni Tyler Childers han venido a esto para hacer amigos. Los amigos están en casa y se pueden contar con los dedos de una mano. Y no les gusta que les laman el culo. Outlaw es que te den el premio al mejor artista emergente en los Americana Music Honors & Awards y al subir a recogerlo cagarte en la etiqueta de «Americana Music» afirmando que lo que tú haces no es, ni por el forro, «americana», que eso es cosa de avergonzados, que lo que tú haces es música country y no tienes necesidad de ir de moderno, que no te avergüenzas de tus raíces y que no estás dispuesto a jugar a esa cosa tan cutre de separar el country bueno del country malo poniendo al primero la etiqueta pudibunda y bochornosa de «americana», etiqueta, por cierto, bajo la que también se esconden, y cada vez más, basuras de la peor calaña. Outlaw es también ir a tu presentación en el Grand Ole Opry con una camiseta gastada de los Grateful Dead, pantalones Carhart, botas de currante y la camisa de franela de tu abuela, porque eso es lo que eres y porque el respeto es otra cosa, el respeto se transmite en lo que haces, nada tiene que ver con las apariencias y, desde luego, hacia la música que tanto has amado desde que eras un renacuajo, no puede caber mayor gesto de respeto que firmar un disco de la calidad de este soberbio Country Squire que te has marcado. Todo lo demás es anecdótico y desechable. Censura o adulación, no estamos aquí para perder tiempo con esas tonterías. Si no te gusta, la puerta sigue estando en el mismo sitio. Y, por último, outlaw es también presentar en un concierto una versión del «Trudy» de la Charlie Daniels Band afirmando con rotundidad que el señor Charlie Daniels fue, sin duda, la Miley Cyrus de su tiempo. Y aventúrate tú, si puedes, a perpetrar una versión tan descomunal como la que se marca él a continuación… Sencillamente, y por mucho que a muchos les pique (y les pique mucho), gente así es la esperanza. Ole, again.