Infamous Angel
(Warner Bros, 1992)
Para despedir este año tan aciago, tan de irse con la música a otra parte, tan de no querer verlo ni en pintura, decido tirar del viejo DeLorean DMC-12 de Doc Brown y marcarme un Marty McFly en toda regla, hasta el año 1992, hasta el «Ángel Infame» de Iris DeMent, uno de mis discos favoritos de todos los tiempos, hasta esa extraña época, difícil de explicar a quien no la transitó, en la que sacar un disco significaba algo, no solo para el artista (que claro, obvio) sino, y sobre todo, para el resto de los mortales, para los que esperábamos y ansiábamos y rebuscábamos (qué Cretácico todo, coño, y qué lástima). En España tuvo que ser en el 96, creo yo, aunque nunca he sido muy bueno con las fechas. Calculo un poco a lo loco, por aproximación. Últimos planos del último capítulo de la última temporada de Doctor en Alaska. No existe Netflix y Canal Plus apenas lleva seis años codificándonos los genitales los viernes por la noche (pero esa es otra historia y merece ser contada en otro momento). Capítulo 110, Vigésimo tercero de la sexta temporada. Recordarlo ahora sigue poniéndome los pelos de punta. Lo que ocurre en el capítulo es lo de menos, de hecho no es, ni por asomo, de los mejores (ya hay muchas cosas rotas en la serie). Pero esos minutos finales… «Our Town», esa canción, esa letra, esa voz, ese todo. Queríamos quedarnos a vivir ahí para siempre. Fue vivirlo y marcarnos al momento, en aquel caso, un Hércules Poirot, o más bien un John Silence, investigador de lo oculto, para intentar averiguar qué demonios había sido eso. Y «eso», aparte de los habitantes de Cicely, que se nos iban ya para siempre, aparte de Cicely, que ya también era un poco nuestro pueblo, había sido Iris DeMent, más concretamente el quinto corte de su primer álbum, Infamous Angel, un disco que ya llevaba cuatro años sembrando asombro allí donde sonaba (ella, mientras tanto, ya había sacado otros dos álbumes fastuosos, My Life y The Way I Should). John Prine la presentaba en las anotaciones del disco y, ya por aquel entonces, pese al estruendo languideciente del grunge y de los otros desajustes que escuchábamos, lo que decía John Prine, en casa (al menos en mi cuarto), iba a misa: «Una noche, después de recibir una copia de “Let the Mystery Be” [primer tema del disco que, por cierto, sonaría y fascinaría en los títulos de otra serie más reciente, The Leftovers, sustituyendo al tema principal original de Max Richter], estaba escuchando la cinta mientras freía una docena de chuletas de cerdo en una sartén. Bueno, pues Iris DeMent empieza a cantar “Mama's Opry” y, como soy un sentimental, se me hizo un nudo en la garganta y se me cayó una lágrima en el aceite hirviente. El aceite saltó y me quemó el brazo como si las chuletas de cerdo me estuviesen intentando decir: "Cállate o te daremos algo por lo que llorar de verdad". Por supuesto, las chuletas de cerdo no pueden hablar. Pero las canciones de Iris DeMent sí. Hablan de recuerdos aislados, del amor y de la vida. Y ella tiene una voz que me encanta, una de esas voces que parece que ya has escuchado antes… aunque no. Así que ponte esta música, escucha a esta Iris DeMent. Te hará bien. Y si las chuletas de cerdo pudiesen hablar, seguro que aprenderían a cantar una de sus canciones. Y entonces todos tendríamos algo por lo que llorar». Desde entonces, la última de los catorce vástagos de una familia muy pentecostal de Paragould, Arkansas, criada en California, entre mucho góspel y mucha música country tradicional, ha conquistado nuestros sucios corazones y ocupa un lugar especial en nuestro panteón. No se prodiga mucho, pero cada vez que saca un disco es un acontecimiento. La seguimos esperando como esperábamos en aquel lejano entonces, cuando nos subíamos impacientes al autobús que iba al centro e íbamos a Madrid Rock, o a dónde fuese, con el dinerillo que habíamos logrado ahorrar en la semana (emborrachándonos menos o, mejor dicho, peor) para comprarnos discos. Y no estaría de más que, en estos tiempos tan absurdos de industria crepuscular y reediciones pantagruélicas (la culpa de todo no fue de Yoko Ono, sino de los «bootlegs» con las toses y los carraspeos de Dylan –¿para cuando el de sus fratulencias?–) alguien remasterizara y reeditara aquellos primeros discos de Iris DeMent, hoy casi imposibles de encontrar. Porque de ella, en serio, hasta los andares. Porque sí, porque seguimos allí y allí seguiremos, mucho me temo, calle arriba, junto a aquella luz roja de neón donde Iris conoció a su amor en una calurosa noche de verano, él era el camarero y ella se pidió una cerveza, y porque han pasado cuarenta años (ahora quizá más de sesenta) y ella sigue allí sentada, y nosotros con ella. Porque su música es casa, porque su música es nuestro bar y nuestro pueblo. Y no hay salida (ni falta que hace, mientras haya cerveza).