¡Madre mía, es tal el desfase en la serie documental Tiger King, que no sé ni por dónde empezar!
Después de ver de cabo a rabo los siete episodios en Netflix en una tarde, Harry Crews me parece un escritor costumbrista que, durante toda su obra, se dedicó a narrar la vida de sus congéneres.
Mogollón de tigres enjaulados a los que se les trata como si fueran los gatitos esos que salen en las fotos de Instagram, un colega que se pasea subido a un elefante por las calles de su pueblo en Carolina del Sur, poligamia white trash gay, poligamia hippy heterosexual, tipos sin dientes por el consumo excesivo de metanfetamina, metralletas de camuflaje rosas, pistolas, explosiones… y así podría seguir soltando perlas hasta hartarme.
El maestro de ceremonias, el héroe de todo este zoo, es Joe Exotic, dueño del Greater Wynnewood Exotic Animal Park, situado en la localidad de Wynnewood, Oklahoma.
Joe Exotic, con su peinado mulllet rubio platino, su revólver colt al cinto, sus canciones country en tonos pastel y más labia que un telepredicador, es el auténtico Tiger King del que toma nombre la serie.
Como todo Rey, Joe Exotic tiene su antagonista, en este caso es Carole Baskin, supuesta activista por los derechos de los felinos, y su organización Big Cat Rescue, con base en Tampa, Florida.
La vida de esta buena mujer, que gusta de llevar una corona de flores como si fuera una ninfa entrada en años, es de traca, pero para saber por qué hay que ver Tiger King.
Me muerdo la lengua, no quiero reventaros la serie.
¡Dirty Family no os perdáis Tiger King ni de coña, según pasan los episodios cada vez es mejor y más delirante!
Os lo digo, como siempre, como vuestro abogado.