Honest Abe And The Assassins
(Floating World, 2005)
Ni página web, ni rastro mínimamente destacable en redes sociales. El caso de Tom Ovans sigue siendo un misterio. Salvo por algún comentario de algún comprador ocasional, ni reseñas ni artículos, puede que una o dos entrevistas peregrinas. Y, sin embargo, Tom Ovans, ya con trece magníficos discos a sus espaldas, fue el perpetrador de esta oscura y brillantísima obra maestra que hoy reseñamos, uno de los discos favoritos del reseñista, un álbum doble apabullante que merecería estar entre lo más insigne de la música popular estadounidense de los últimos veinte años (pero, como solemos decir, «el mundo es ancho y ajeno»). Puede que la reiterativa (y facilona) comparación con Dylan le haya supuesto una lacra, comparación que, más allá de la voz nasal y cascada, tampoco es que se sostenga demasiado, hablamos de imaginarios y perspectivas diferentes (Tom Ovans sigue con los pies en el asfalto y sin brillo en sus botas agujereadas, y está muy lejos de anunciar yogures o coches). La verdad es que uno se siente un poco Philip Marlowe al seguir el rastro de Tom Ovans. A los dieciocho abandona Boston y pone rumbo al oeste a golpe de dedo, como tantos otros jóvenes damnificados por lecturas beatnicks y películas de paisajes desolados, aunque él no creyera en nada de todo eso, simplemente quería ver lo que había al otro lado, porque era joven y tenía tiempo. Apartamentos abandonados, pensiones de mala muerte, suelos de casas de conocidos o, simplemente, bajo las estrellas. Berkeley a principios de los 70, con toda la psicodelia y, por supuesto, Big Sur. Luego Nueva York, una habitación de veinte dólares en la calle MacDougall (con la escena mítica de los folkies de Washington Square ya muerta y la aparición de los primeros punks), la típica habitación que cada noche te sacude y te advierte: «de aquí o te largas o te vuelves loco». Latas de sopa de pollo y la única compañía de su guitarra. Guitarra, mochila y músicos callejeros. Luego Cambridge, principios de los ochenta, todo demasiado intelectual, así que enseguida pone rumbo a Nashville, donde aún se respira algo del espíritu que dejaron Willie y Waylon. Es la época pre Steve Earle. Aún hay editoras, lugares en los que puedes llamar a la puerta con tu guitarra y tu lata de cerveza, entrar, sentarte y tocar tus canciones. «Ahora ya no, ahora es todo de cemento y metal». Nunca tuvo discos. Los discos no le enseñaron nada. Se lo enseñó todo la gente, cara a cara, de primera mano, fogatas y puentes. Sigue siendo así. Hoy, ya un poco más quieto, no tendrá en casa más de sesenta discos, sobre todo jazz y blues del año catapún, viejos 78 rpm que escucha con un solo bafle, para que suenen como fueron grabados. Diez años en Nashville haciendo de todo, trabajos de mancharse las manos para pagar el alquiler, manos sucias, dinero limpio. Compone y, de vez en cuando, le sale un bolo en algún garito. Poca cosa. Ve como Nashville comienza a irse a la mierda. La cosa engancha en Europa. Un distribuidor manda unas copias de sus grabaciones a Italia y allí es donde todo empieza a rodar. Sigue sin ser profeta en su tierra, pero nadie como él ha diseccionado el alma de su país, con sus canciones «bluesy» y polvorientas. Y nunca de un modo tan sobrecogedor como lo hizo en las treinta y una canciones de este Honest Abe and the Assassins. Él produce y toca todos los instrumentos (apenas guitarras y una armónica). Suena a disco grabado en una habitación de motel en medio del desierto. Entre canción y canción parece que uno va a oír las quejas o los jadeos de la habitación de al lado. O algo que lo mismo puede ser el petardazo de un tubo de escape que un disparo. Estruendo de tapa de cubo de metal contra el suelo cuando los coyotes merodean en la basura. El texto de presentación de las canciones pone los pelos de punta y merecería estar enmarcado en tu salón. «El nuevo Oeste está en ruinas. Dean Moriarty se ha ido. Las ciudades están atestadas, los hombres cruzan la frontera bajo satélites y estrellas. Las guerras se propagan, una nueva generación se tambalea en el frente. Johnny Cash ha muerto. Los viejos ríos corren. Estoy aquí sentado pensando en algo, en ese lugar al que necesito marcharme». Y sí, lo que acaba de salir por el sumidero de la bañera es un alacrán. Mientras se quede ahí, todo bien. Lo saludas. Los dos andáis un poco igual de tristes. Mañana será otro día.