Baby You Win
(Cliff Westfall, 2018)
Dennis Sánchez, «el flaco», fue un músico country de sesión que tocó el bajo con Guy Clark durante la estancia de este en Los Ángeles, cuando grabó el mítico Old No.1. Clark lo menciona en la letra de «L.A. Freeway»: «Esta va por ti, viejo Skinny Dennis / el único, creo, al que echaré de menos / Oigo el sonido de tu viejo bajo / dulce y grave, como quien lleva un regalo». Padecía el síndrome de Marfan (aumento inusual de la longitud de los miembros, entre otras soberanas putadas) y de ahí el mote, «skinny», delgaducho como él solo, apenas sesenta kilos con una altura de casi uno noventa. Formó parte de aquella gloriosa pandilla compuesta por Townes Van Zandt, Rodney Crowell, Steve Earle y Richard Dobson. De hecho, le dedicaron la película Heartworn Highways. Murió sobre el escenario en 1975. Un fallo cardíaco mientras tocaba con John Malcolm Penn en el Captain Jack's de Sunset Beach. Solo tenía 28 años… Todo esto para decir que en pleno corazón de Williamsburg, Brooklyn, se abrió en febrero de 2013 un glorioso Honky Tonk en su honor, el Skinny Dennis (152 Metropolitan Ave. Brooklyn, NY, 11211), centro hoy de la escena country y de música de raíces neoyorquina. Y es ahí, entre cáscaras de cacahuetes y cervezas derramadas, donde Cliff Westfall, nativo de Kentucky, el Estado del Bluegrass (donde comenzó tocando «cowpunk»: su padrastro era policía y su madre trabajaba en una destilería, la suma es evidente, mucho Jason and The Scorchers durante la época universitaria), ahora residente en Nueva York, suele desplegar su particular versión de la música honky tonk, resquebrajando los estereotipos del «urban cowboy» y sus deplorables engendros, reclamando y subrayando la autenticidad entre rascacielos y ladrillos, lejos de vacas y trenes (una música mucho más auténtica que la que defeca, en términos generales, el Music Row de Nashville). Según declara él mismo, compone canciones sobre corazones rotos, pérdidas y adicción… «ya sabes, canciones sobre cosas divertidas». Pero puede zambullirse de cabeza en el lodazal y transformarse en un llorón sentimental. Ingenio y bravuconería. La esencia de la música country. Y en este disco, producido en nueve días nada menos que por Bryce Goggin, productor, entre otras glorias, de Los Ramones, Phish y Antony and the Johnsons, se rodea de algunos de los mejores músicos de sesión de la ciudad para explorar su nuevo concepto de la música country. Si cabe destacar algo por encima de todo es, sin duda, el humor, algo dramáticamente ausente (hasta casi rozar el ridículo –¿es que ya nadie tiene la capacidad de reírse de sus desgracias como Dios manda?–) en esta cosa tan de modernos que ha venido a empaquetarse bajo la etiqueta de «Americana». Westfall reivindica, jubilosamente, el humor de gente como Roger Miller, Don Gibson, Shel Silverstein y Del Reeves y recupera esa habilidad (como también hacen magistralmente Robbie Fulks y Mike Stinson) que solía definir la música country en los buenos viejos tiempos: la causticidad, la mordacidad, el humor agridulce, los giros inesperados, algo que no dejaba de estar presente en quien Westfall considera su letrista favorito, Chuck Berry. Un poco de country liberado, desempolvado, sacado del baúl, sin olor a naftalina ni a semen seco. Con influencias de todo lo que Cliff ha mamado y gozado a lo largo de su vida, como las horas que se pasaba en el «diner» de la familia de un amigo, a altas horas de la madrugada, cuando ya todos los bares de su pueblo, Owensboro, habían cerrado, comiendo bollos con salsa de carne y escuchando una y otra vez las mismas dos canciones de Dwight Yoakam (cuyo rastro se huele en la canción que abre el disco, «It Hurt Her To Hurt Me»; o su pasión desmedida por el Jerry Lee Lewis de las sesiones Mercury de finales de los sesenta. Hasta hay un poco de Bob Dylan («I'll Play The Fool») y trazos de la armonía brumosa de Laurel Canyon («The Man I Used To Be»). Como él mismo afirma, hoy se mitifica cansina y deshonestamente la América rural en el country moderno, pero las ciudades, tanto las grandes como las pequeñas, siguen siendo el corazón de la música country, en las ciudades fue donde nació, donde acabaron recabando todos los sureños que tuvieron que irse de las granjas arruinadas en busca de curro, más familiarizados con las máquinas de las fábricas y los honky tonks que con los porches y los lomos de las mulas. Un country auténtico, de clase trabajadora, que abre los antiguos sonidos tradicionales e incorpora una visión mucho más amplia y gozosa (llena de esperanza y de risa) de los viejos «tres acordes y la verdad».