The Horses and the Hounds
(New West Records, 2021)
Hoy hace ya la friolera de casi siete años desde que iniciamos tímidamente las andanzas de este blog con el Complicated Game (2015), el anterior disco de James McMurtry, su anterior obra maestra, con una reseña algo escuálida (bastante escuálida, a decir verdad) en la que no apuntábamos mucho más aparte de que era hijo de quién era (tremendo «son of a gun») y que vaya tremendo discazo se había sacado de la manga. Aquella barbaridad era difícil de superar. Pero lo ha hecho. En realidad, lleva haciéndolo treinta y dos años, disco a disco, desde aquel remoto Too Long in the Wasteland de 1989, su ópera prima. Tampoco es que se prodigue tanto, diez discos (los dos en vivo y el recopilatorio no cuentan), y quizá sea eso, claro. Y muchísima carretera. El pico y la pala del día a día. Ahora que el año aciago va quedando rezagado, ha vuelto a salir al empedrado con los Heartless Bastards (glorioso nombre y gloriosa banda) y sigue tocando casi todos los miércoles en el legendario Continental Club de Austin, Texas (en el 1315 de South Congress Avenue), después de Jon Dee Graham, otra inmensa leyenda tejana. Y nos ha brindado este extraordinario The Horses and the Hounds, mucho más contundente y eléctrico que su anterior empresa. Según el propio McMurtry las raíces de todo esto se remontan, nada menos, que al Candyland, su segundo álbum de estudio, aquel disco tan furioso y estridente. El ingeniero de sonido, Ross Hogarth, es el mismo, algo habrá tenido que ver, y por la banda rondan músicos que le han cubierto las espaldas a Mellencamp y a Joe Ely en varias ocasiones. Valga para decir que, aparte de la potente carga literaria a la que McMurtry (porque de casta le viene al galgo, él mismo dice que se considera un escritor de ficción, su modelo sigue siendo Kristofferson, y también cita a John Prine y a Tom Waits, y todo nutre si se acierta a digerir) nos tiene acostumbrados (hay una canción, «Decent Man» que se basa en un relato corto, «Pray Without Ceasing» de Wendell Barry, el escritor de Kentucky, sobre un granjero que dispara a su mejor amigo: «Mis campos están ahora vacíos, / mi tierra no aguanta el arado, / se ha convertido en grava y piedras, / solo sirve para enterrar huesos»; y también está «Vaquero», la canción que se abre con un emocionante recuerdo a Bill Whitliff, viejo amigo de su padre –los dos fallecidos recientemente–, guionista y coproductor de la miniserie basada en Lonesome Dove y fantástico fotógrafo de la vida vaquera contemporánea en los ranchos del norte de México, Vaquero y La vida brinca son dos libros de fotografías maravillosos: ¡cómo no vamos a quererlo!), aquí se incorpora mucho y muy buen rock'n'roll (aparte, por cierto, grabado en Groovemasters, los estudios de Jackson Browne, porque aquí dar puntada sin hilo tampoco se estila). La banda ha sido bautizada como los Kings of the Middle of Nowhere, vamos, los reyes del quinto pino, del culo del mundo, de ninguna parte, de, básicamente, nada. Con esa misma desfachatez en las guitarras y en las baterías. McMurtry lo tiene meridianamente claro y suelta una frase colosal: «Solía pensar que el rock'n'roll era joven, y lo fue en su día, pero ahora es más viejo que yo». Todo para decir, que no siente necesidad de actuar simulando una edad que no es la suya (como hacen algunos ridículos de su misma quinta). El rock'n'roll ha envejecido con él, y suena así. Así de fiera, así de conciso, así de mordaz y así de vívido. La capacidad de evocación y la habilidad narrativa y descriptiva, casi un Raymond Carver cantautor y tejano, de las que hace gala James McMurtry, ya en el tema que abre el disco, «Canola Fields», nos anuncia de manera clara lo que se nos viene encima. Las historias no es que hayan variado mucho, pero en realidad es que las historias nunca varían demasiado, ni en mi vida ni en la tuya. En una entrevista le anteponen una cita de Willa Cather que no puede venir más a cuento: «solo hay dos o tres historias humanas y se repiten con la misma intensidad que si no hubieran ocurrido nunca», y tiene más razón que un santo (o una santa, inclusivo e inclusive). Cambia el ángulo y la edad, pero el ruido y la furia, esos temblores, esos desvelos, siguen siendo los mismos. Como muy bien han dicho por ahí, James McMurtry nos devuelve el olor a polvo y a pis de caballo que le están quitando últimamente los hijos de familia al sonido «americana». Y ojalá no pasen otros siete años para poder volver a disfrutar de su genio. De lo contrario, en cuanto abran las fronteras, será cuestión de ir pensando en dejarse caer por el Continental Club. Por si acaso, voy inaugurando ya la hucha del viaje con un par de euros. Austin, Texas, here I go!