Traveling Alone
(Yep Roc Records, 2013)
Hay cosas de las que ya uno jamás se recupera, por mucho esfuerzo y esmero que le ponga, el daño está hecho. Se puede disimular con mayor o menor fortuna, tatuarse otras cosas encima, hacer chiste de los estragos, poner tierra e incluso otras gentes de por medio, acogerse a un plan de protección de testigos, pero el impacto sigue ahí, ajeno a nuevas colisiones, ni la meditación más estricta es capaz de disolverlo en el vacío. Se puede acallar, ejercer cierto efecto barbitúrico. Pero no hay mantra que pueda con él. Estás jodido (puede que jubilosamente jodido) de por vida. Pasa pocas veces, pero pasa. Y cuando sucede no hay vuelta atrás. La actuación de Tift Merritt, el 20 de octubre de 2005, en el Austin City Limits, tras sus dos primeros y deslumbrantes discos (Bramble Rose, 2002 y Tambourine, 2004), fue, sin duda, para el que esto suscribe (y supongo que para muchos más, es lo que tienen las catástrofes naturales), uno de esos tremendos costalazos de los que resulta poco menos que imposible salir ileso. Por cosas mucho menos impactantes, se recetan fármacos potentísimos. Y eso que ni siquiera tuve la suerte de verla en vivo, sino en la edición en DVD que publicó New West en su día. Y quizá fuese así mejor. A saber cómo hubiese acabado de haberme hallado tan cerca del foco de la radiación. Ahora quizá sería un humanoide mutilado y contrahecho, o una sombra en una pared de Hiroshima. Y sí, lo sé, esto más que una reseña parece la declaración babeante, balbuceada desde la cama de un hospital, de uno de los liquidadores del techo del Reactor nº4 de Chernóbil, pero ¿qué le vamos a hacer? No es la primera vez que lo digo: uno no tiene el menor control sobre las cosas que le conmueven. Y Tift Merritt, sudándolo y dándolo todo sobre aquel escenario de Austin, es una de las dos o tres experiencias que, a mi parecer, el bueno de Stefan Zweig se olvidó de incluir en su celebrada Momentos estelares de la humanidad, quizá entre el capítulo dedicado a la muerte de Tolstói y el de la caída de Constantinopla. Luego, años más tarde, Tift Merritt se ha dejado caer un par de veces por Madrid, en versión solitaria, desenchufada, abriendo para Josh Ritter o ya de cabeza de cartel, en el Café Berlín, presentando su último disco, el anterior a este que hoy, como ya se ve, apenas reseñamos. Y verla por fin en vivo no hizo, claro, sino recrudecer la herida. La misma magia y el mismo soul, en formato íntimo. Traveling Alone (la versión ampliada, de lujo, en formato libro en cartoné, casi de tela, es una auténtica virguería –y si vienes a mi casa y lo tocas con tus sucios dedos, quizá te mate–), lleno de fuerza, dulzura y vulnerabilidad, con su corazón de forastera y de viajera solitaria, de pájaro raro (que conserva, pese los halagos de la crítica y la nominación al Grammy), sin la maravillosa fanfarria, a lo Muscle Shoals, de sus primeros trabajos, más sosegado e íntimo, con mucho de Nueva York (grabado en un estudio de Brooklyn en ocho días) y de soledad urbana, con Jon Convertino, de Calexico, Marc Ribot y Andrew Bird, arropándola en la banda, incluyendo un tema de Tom Waits («Train Song») y otro de Joni Mitchell («For Free»), canciones sobre el aislamiento y la soledad, es quizá su disco más confesional y valiente hasta la fecha, parido sin obstáculos ni restricciones, «sin órdenes desde arriba», dándole la espalda (o más bien haciéndole la peineta) a los imperativos enojosos y martirizantes de la industria, con un fuerte sentido de urgencia por ser radicalmente lo que quiere ser, la artista que siempre quiso ser, libre de sello y de mánager, un disco de «ahora o nunca». Y nosotros, mientras tanto, aquí, al menos yo, que me creía indemne y fuera de peligro, respirando una vez más por la herida. Cuidando, de hecho, la herida. Impidiendo que cicatrice. A su servicio.