How Many Times
(Full Time Hobby, 2021)
Nació en Detroit, pero lleva más de diez años viviendo en Nueva Orleans y claro, Louisiana ha dejado su huella. Se cicatriza diferente allí abajo que en Michigan, la ciudad del motor, por mucho sonido Motown que una quiera ponerle a la herida (o por mucho que un día acabes grabando coros en el estudio de Jack White, una de las cosas más geniales que le pueden suceder a una adolescente del medio oeste que ha estudiado en Plains). How Many Times, es su tercer álbum de estudio. Grabado poco antes del estallido del año en que no hubo Mardi Gras (aunque ella siempre ha sido más del Blackpot, en Lafayette, un pequeño festival con auténtica música cajun y zydeco). Esther Rose se enclaustró en casa, sola. Pilló una gripe cabrona después de una historia de abandono y desamor, y se puso a boxear en bucle con la depresión, sin distracciones, centrándose única y exclusivamente en el sentimiento, lo que, al final, le produjo una inesperada liberación: la comprensión de que lo interesante del dolor es que no tiene que ver con nadie más que con una misma y con la forma de afrontarlo. Exorcizó el mal humor, la rabia, componiendo. Nick Lowe, con quien estuvo de gira, se lo dijo en cierta ocasión. Todas las noches ella le oía cantar «Blue on Blue» sobre el escenario, y cuenta que era magnético, como si el tiempo se detuviese. Una de aquellas noches le preguntó cómo lo hacía, cómo se llegaba a componer algo así. Lowe no le dio mayor importancia, le dijo: «Simplemente estaba de humor». Y es que no tiene mayor secreto. Es algo intangible, pero no hay otra manera: si estás de humor, la cosa sale («My Bad Mood», el tercer tema del álbum, procede de esas disquisiciones). Canciones que suenan menos «lo-fi» que en sus dos discos anteriores (This Time Last Night, 2017, y You Made It This Far, 2019, que grabó sin auriculares, cantando en directo con la banda), pero aún en vivo con dos pistas (y con ayuda de algunos de los mejores músicos de la ciudad, que no es poca cosa). The Deslondes, Joni Mitchell y Nina Simone son sus más importantes influencias. No falla, dice, es poner sus discos y quedarse atascada en ellos. Quiere entender hasta el más pequeño matiz. Disecciona sus canciones como ranas en una clase pretérita de Ciencias (¿se siguen descuartizando impune y gozosamente anfibios anuros en los laboratorios de los colegios?). El artefacto ha sido pensado. En estos tiempos de «streaming» y de Spotify todo se ha vuelto bastante caprichoso e insustancial. Ha cambiado el hábito de escucha. No es país para viejos. La lentitud ha perdido su prestigio. El proceso creativo se ha ido a hacer puñetas. Tomarse dos o tres años para grabar un disco es ya hábito de criaturas cretácicas, casi extinguidas. Ella lo hace, y si hace falta volver a trabajar poniendo cafés porque el virus impide los bolos, no se le van a caer los anillos (no se le han caído). Pero ella quiere que la gente (esa entelequia, esa cosa antigua), más allá de los putos algoritmos, se aproxime a su disco (y lo escuche, lo viva) como un disco (esa otra entelequia, esa otra cosa antigua). La secuenciación ha sido meditada y ella ha dedicado mucho tiempo a construir la experiencia. Fellini lo decía con los anuncios que laceraban sus películas cuando las pasaban por la tele: «no se puede interrumpir una emoción». No es que haya un orden cronológico, como en su primer álbum, donde pretendió compartir los acontecimientos según iban sucediendo. Aquí pretende llevar al oyente a través de un flujo constante con el que va hilvanando la historia de un desamor y su posterior procesamiento, con sus altibajos y recaídas, desde estar en casa sola y deprimida hasta, finalmente, lograr reunir las fuerzas suficientes para volver a salir a la calle, a la ciudad y, quizá, ¿quién sabe?, volver a ver a la persona sobre la que has estado escribiendo, buscando la cura. Recuperar el impulso de caminar, correr, seguir moviéndose, ya sea en modo lucha o en modo huida, es igual, el caso es no ser una diana fácil, que es en lo que acabas convirtiéndote cuando te quedas inmóvil. Sin recriminación ni culpa. «Me alegro de que fueras tú quien me rompiera el corazón». Porque al final nos quedan las canciones, mi querido «leñador del centro de la ciudad». La angustia y el dolor cambian la percepción de las calles donde todo se dramatizó en su día, y quedan siempre irremediablemente plagadas de recuerdos que acaban estallando como minas antipersona. Pero la música te mantiene en marcha. Y de eso se trata, al fin y al cabo: de esquivar la metralla.