Agricultural Tragic
(New West, 2020)
Cuando me enteré de que venía a Londres, ni me lo pensé. Desde que cayó en mis manos el Five Dollar Bill en 2002, su tercer álbum y primero con The Hurtin' Albertans, le venía siguiendo la pista y presumía que, en directo, el de Taber, Alberta («capital del maíz de Canadá»), la antigua «Cisterna nº77», donde, allá por 1903, paraba el ferrocarril para aprovisionarse de agua, tenía que ser tremendo. Así que compré las entradas por internet y unos billetes baratos de ida y vuelta a la Pérfida Albión. Llegamos un día antes, para ir con la calma y poder disfrutar de nuestro habitual recorrido por librerías y tiendas de discos (Londres aún era eso, ya no tanto, cada vez menos…). El caso es que la noche del concierto me fijé por primera vez en la entrada para ver por dónde caía la sala donde tocaban. Ya me había parecido raro no haber visto ningún anuncio ni cartel por las calles, ni siquiera en la prensa. Estábamos en ese pub que hay enfrente de la casa de Engels al que tanto me gusta ir para tomarme una buena pinta (bueno, puede que dos, quizá tres, cuatro o cinco seguro que caen, vale, seis, ¿qué queréis que os diga?) en memoria de Marx, cuando se dejaba caer por allí de vez en cuando, oliendo fuerte, para sacarle algo de «capital» a su viejo amigo; ella había ido al baño. Y, una vez superado el pasmo, como es lógico, me entró un ataque de risa. Cuando volvió de los servicios, a ella no le hizo tanta gracia. Pero al momento se repondría, nada que ver con mi tragicómica (por no decir ridícula) frustración, porque tampoco es que ella hubiese sido nunca muy partidaria de la música vaquera, lo suyo siempre fue el punk, como supongo que, por naturaleza y buena crianza, ha de ser para cualquier chica joven y saludable (en este caso, con cresta mohawk incluida), y si a mí me la consentía, la música vaquera, digo, era más bien porque, más o menos, me quería (gesto, por su parte, de una inmensa tolerancia y cortesía, todo hay que decirlo; eso es amor y lo demás tonterías). En fin, que no era London, England; sino London, Ontario, al norte de Lago Erie, allá por las llanuras canadienses. Así que hágame usted el favor de ponerme otras dos pintas y vamos, por no llorar, a reírnos… Fundido en negro y corte a: Elko, Nevada, en el 501 de la calle Railroad, durante los fastos del Cowboy Poetry Gathering, unos años más tarde (ya sin novia punk), en el Pioneer Saloon, con una buena pinta de cerveza Buckaroo en lugar de la Guinness de mis birriosas desdichas; Interior; Noche. En el plano se me ve riendo al fondo, otra vez, con el mismo chiste. Le estoy contando a Corb Lund, que toca esa misma noche (y la siguiente, y la siguiente), la anécdota de las entradas que saqué para ir a verlos a Londres, y todos los malditos Hurtin' Albertans se están descojonando vivos. Corre de mano en mano un tarro de moonshine que alguien ha traído furtivamente de Tennessee, lo cual lo vuelve todo aún más desternillante, si cabe. Yo andaba por aquellas nieves grabando un documental con un amigo. Asistimos a sus tres conciertos. Y, en efecto, su directo es gloria bendita. Luego, ya de vuelta en España, seguimos en contacto y estuvieron a puntito de venir a tocar. No pudo ser. Vendrían luego. Ese mismo año, o puede que al otro, los fichó New West (y le acabaría produciendo un disco Dave Cobb). Y no me extraña, porque «el trovador de los vaqueros pensantes», tal y como se le conoce por aquellas latitudes, ya multipremiado a estas alturas, es, sin duda, uno de los más grandes (aparte de un tipo estupendísimo). Genéticamente incapacitado para hacer un disco malo, siquiera una canción, con este fabuloso Agricultural Tragic que se ha hecho esperar cinco años (y que lo mismo tiene de cómico que de trágico, porque como todo buen escritor –y Lund lo es, aparte de rey de las frases ingeniosas–, sabe encontrar el lado cómico del sentimiento trágico de la vida, de la vida del ranchero, en este caso, que es a lo que se sigue dedicando entre disco y disco), su undécimo álbum, vuelve a poner el listón muy alto. Y es que están los que hablan y cantan de las cosas de las que Corb Lund habla y canta (y hasta lo hacen con bastante competencia), y luego están los que, como Corb Lund, no solo hablan y cantan de esas cosas, sino que también las viven, día a día, y eso se nota. Porque aquí se dan, nada menos, que cuatro generaciones de vaqueros y ganaderos. Habla y canta el hijo de un veterinario que, además, ha sido jinete de rodeo. Sus botas han pisado bosta de vaca y sabe a qué huele un rancho. Es desaliñado, disidente y subversivo. Lo suyo no es disfraz ni impostura o postureo (pienso en Midland, y en toda esa caca, por ejemplo). Y hay algo también de la actitud punk de sus inicios, cuando militaba en The Smalls (por ahí convencí yo a la que me quiso una vez en Londres, Inglaterra). Pero es, sobre todo, un increíble narrador. Letras inteligentes, reflexivas y cachondas, llenas de anécdotas y referencias regionales sobre la vida que mejor conoce, la de los vaqueros de Alberta; además, con conciencia política y compromiso, por si el guiso aún le puede parecer a alguien que ha quedado soso. En este último álbum, por esa incapacidad de la que hablaba más arriba, vuelve a ofrecernos una obra maestra. Osos pardos, tatuajes, caza de ratas, alces, caballos, Louis L'Amour, rockabilly, whisky, western swing… Y una canción gloriosa que es una auténtica declaración de principios, «Old Men», y que tiene mucho de indio de las llanuras en su máximo respeto por los ancianos de la tribu, en estos tiempos tan de juventud presuntuosa en que la vejez se arrincona porque consume poco, oye mal y apenas produce. Canta Corb que para lo que viene siendo arreglar cercas, montar toros y beber cerveza, acepta vaqueros jóvenes, casi recién salidos del útero («con las orejas mojadas» como dicen por allí), pero para destilarle el whisky, cantarle el blues y educar a sus caballos, que le den vaqueros viejos. Corb emociona y hace reír. Aún se acuerda y me sigue llamando por el nombre con el que me bautizó entonces: «Ey, London, England, ¿cómo va eso?»; así que, como para no tenerle fe, toda la fe del mundo. Y ya para acabar me limitaré a suscribir lo que hace unos días leí por ahí: lo único trágico de este Agricultural Tragic, es que solo tiene doce canciones (de no más de tres minutos cada una, como tiene que ser) y que se acaba enseguida (aunque, eso sí, recientemente ha salido una edición Deluxe con tres temas adicionales; así que, ni tan mal, oye).