Friends in High Places
(Capytane Records, 2021)
Esta historia empieza cuando Turner Cody, un joven natural de Boston, Massachusetts, recala un buen día del otoño de 1999 en el Sidewalk Café de Nueva York, sito en el número 94 de la Avenida A, centro neurálgico de la escena anti-folk de Estados Unidos, de la que pasa a formar parte según entra por la puerta, repartiendo pizzas para ganarse la vida y curtiéndose como compositor con gente de la talla de Adam Green o Jeffrey Lewis. Turner nos cuenta en su biografía que Nueva York, a finales del siglo XX, era un lugar diferente. La fértil mezcla que tanto había inspirado a los artistas de las décadas de los setenta y ochenta aún coleaba. Estaban los garitos de micrófono abierto del East Village y los clubes de performances vanguardistas a la vuelta de la esquina. La efervescencia de los bares del Lower East Side, que derivaría en el surgimiento de bandas como The Strokes, con sus acólitos muy de ir hasta arriba de cuero crujiente y mucho trasnochar. Un mundo que hoy casi parece fantasía. Ese fue el Nueva York en el que Turner Cody se fraguó. Al principio fue cosa de grabar discos caseros de baja fidelidad, siete discos y muchas giras con un trío francés de folk-rock (Herman Düne), que le llevó a adaptarse a otros hábitats, tampoco tan diferentes al de los bares del Village, cafés de París y cervecerías berlinesas, un toque europeo, de distancia y reflexión, de abrir las ventanas para que entrase el aire, que nos lo hace aún, si cabe, más simpático. El indie-folk se diluye, jubilosamente, y la cosa empieza a acercarse más al sonido de sus auténticos héroes, el quinteto que él siempre valida y al que rinde cumplida pleitesía (usted verá): Bob Dylan, Leonard Cohen, Townes Van Zandt, Lou Reed y Hank Williams. Sigue grabando discos sin pausa. Ya van catorce. Y encima hay de por medio mucha literatura, sus letras lo resienten, de nuevo jubilosamente, otro quinteto titular que ya quisieran muchos para su equipo, Poe, Fitzgerald, Melville, Ginsberg y Kerouac, con Rimbaud calentando en el banquillo. Mucho cine y mucho cancionero antiguo, Steven Foster, las baladas de la Guerra de Secesión, estándares de jazz, música de espectáculos itinerantes con más o menos freaks en la plantilla, y demás luminarias del oficio. Un artesano de la palabra, en definitiva. El lenguaje es la piedra angular de su obra, sus letras dan gloria, todo casa a la perfección, no hay aristas, lo que hay es mucha inventiva y mucha gracia, la ceremonia es la misma, en efecto, pero la piel es nueva y las escamas brillan. Ahora, aburrido de Nueva York, se ha ido a vivir al Medio Oeste, en familia, con su mujer y su hijo, y ha puesto sus miras en la música country. Saint Louis, Missouri, va dejando su impronta. Ahí está, con su camiseta de Iron Maiden, su chaqueta vaquera sin mangas y su bigotazo monumental; deshilachado y lacónico, como siempre, eso sí. Y con una banda con sede en Bruselas, los Soldados del Amor (el guitarrista Clément Nourry, el batería Morgan Vigilante, el bajista Ted Clark y el guitarrista, teclista y productor Nicolas Michaux, al que no duda en calificar de visionario). Friends in High Places tiene una producción cristalina. Las letras derivan hacía la compleja sencillez de un Kristofferson o un Prine (al que últimamente se cita en todas partes, es lo que tiene morirse), el lenguaje es menos simbólico y la atmósfera es más liviana, mucho más próxima a la música country que, últimamente, tanto transita. La simplicidad es algo que, según él, le ha ido dando la edad. Es lo que toca (aunque también es cierto que la cosa va por barrios, hay algunos a los que la edad los hace insondables y bastante cansinos). Esa sencillez puede dar la falsa impresión de que sus canciones se escriben solas. Sí, claro. Ponte tú y ya me cuentas. No hay nada más complejo que conseguir algo tan sencillo. Al final, dice, la música country, al igual que las películas del oeste, se basa en imágenes y tropos muy familiares (beber y perder, moteles y días solitarios, barras de bar, amores fugaces…) que todo el mundo entiende y reconoce. «Mr. Wrong», quinto corte, es puro western crepuscular. Buitres trazando círculos en el cielo, forajidos, sombrero y botas camperas. Santa Fe y la señorita Clara. Una narrativa poderosamente cinematográfica. Y la alegría es que, con un poco de suerte, lo veremos el año que viene por estas latitudes, siempre que el virus nos dé un poco de cuartelillo (que ya es hora, coño), abriendo para Adam Green. El vídeo del tema «Lonely Days in Hollywood», con su trotecillo de sonido Tulsa, lo grabó, por cierto, en Ibiza. Le gusta España. Más de una vez se ha declarado forofo de la cerveza San Miguel. Ah, y por cierto, no tiene amigos en las altas esferas.