Old Salt Union
(Compass Records, 2017)
Esa cosa tan islandesa de las sagas y las epopeyas familiares que se extienden durante generaciones, tipo Nidrstigningar o Volsunga, vidas de héroes o de extensas familias, o también las menos untuosas, mis favoritas de largo, las tipo Skógarmanna sögur, más de subgénero, más decadentes, más quijotescas, más famélicas, sagas de proscritos y fugitivos. Hay quien no quiere, hay quien como que le da vergüencilla y decide cambiarse el apellido para que no lo relacionen con los pecados (o logros) del padre, del tío o del abuelo (léase también madre, tía o abuela, inclusive e inclusivo). Hay quien quiere medrar por méritos propios, demostrar su valía sin que le digan que lo tuvo fácil por ser hijo de tal o de cual, por tener paguita vitalicia, trapecistas con red, nacidos con flor en el culo, entre los algodones de una fama o una fortuna heredadas sin comerlo ni beberlo, probablemente, inmerecidas, algo así como un síndrome Forsyte, por lo de la saga del mismo nombre, las doce novelas de John Galsworthy, con todos esa ingente caterva de nuevos ricos, procaces e infelices. Esa cosa tan freudiana de matar al padre. De dejar de ser hijo de tal y acabar siendo un completo hijo de puta. Desnaturalizado, ingrato, ruin y, por lo general, ofensivo con los camareros. Suelen ser casos que se resuelven (y muy bien resueltos) en la morgue o en comisaría. Gente por lo general mediocre (excepciones haylas, por supuesto, pienso en Nicolas Cage, por ejemplo, glorioso hasta en lo infecto, y en su tío Coppola, ¿quién te ha visto y quién te ve?). Pero ahora hablamos de la Familia Carter, de los Cash, de los Williams. De esas familias que han estado desde siempre taconeando los tablones del porche, con sus banjos, sus violines, sus guitarras y sus mandolinas. La prioridad del cuento, de lo que se cuenta, de lo que se transmite de generación en generación. Del legado. Y no como algo institucional, sino como algo perfectamente natural. Una necesidad vital, folclórica, de estar con la «folk», con la gente. Old Salt Union procede de esos porches y de esa necesidad. Jesse Farrar se crio en una de esas gloriosas familias, y se da con un canto en los dientes, porque de bien nacido es ser agradecido. Su tío Jay, de Son Volt (y antes de Uncle Tupelo), su padre y su abuelo, son músicos excepcionales, y lo de escribir canciones lo lleva en la sangre. En lo que hace está el folk del abuelo Farrar y la energía rockera del tío Farrar, una fórmula que los Old Crow supieron entender muy bien en su día. En 2012, Jesse (sobrino o nieto) cofundó esta banda. Cinco años de fatigar escenarios en compañía de lo más granado del bluegrass, obteniendo premios y beneplácitos allí donde tocaban, hasta firmar con Compass Records y sacar este, su primer disco, del que se ha dicho que tiene más de vodevil que de porche delantero (nada que objetar). «Bluegrasseros postmodernos, auténticos renegados», según Alison Brown, su productora (sí, la mítica banjista de Hartford, Connecticut). Parecen, en efecto, una banda de bluegrass, pero su sensibilidad musical va mucho más allá, es bastante más amplia y profunda: está Bill Monroe, desde luego, pero también hay indie rock y jazz, y hasta aires fronterizos (a lo Calexico cuando Calexico no era un chiste) en el tema «Flatt Baroque», compuesto por John Brighton (violín, palmas y mandolina del grupo), que es una manera de decir que hay aventura, que hay sano disparate y experimentación en el estudio; de ahí que Alison no dudara ni un segundo en querer producirlos. La versión que se marcan del «You Can Call Me Al», del Graceland de Paul Simon, es ya, para el que esto suscribe, un hito de la historia musical (de la mía). Oírlo ha sido una experiencia muy de magdalena de Proust: recuperar súbitamente un pasado, recuerdo y reminiscencia de cuando yo iba por la vida como por el camino de Swann, allá por 1986, con trece añitos y ya yonqui perdido del vinilo, cuando mi padre me regaló el susodicho Graceland después de ponerme yo muy cansino, un disco que me volaría la cabeza, con aquel vídeo desternillante que vimos, con mi hermano, unas quinientas mil veces, tirando por lo bajo, partiéndonos la caja con la actuación de aquel colosal Chevy Chase de la época dorada de Fletch, Espías como nosotros y Tres amigos. Desde ya mismo situado en el podio de mis covers favoritas EVER. Y leo ahora por ahí que este año sale (si no ha salido ya) el primer disco de Jesse Farrar en solitario, The Art of Leaving. Así que en cuanto deje de escribir esto saldré a cazarlo. En efecto, da gusto comprobar que «el círculo no se rompe», con permiso de –y gracias a– la Nitty Gritty Dirt Band. No solo no se rompe, sino que incluso se refuerza. Esa cosa tan islandesa de las sagas, ya digo. ¡Larga vida a los Farrar!