SETH AVETT

Seth Avett sings Greg Brown

Ramseur Records, (2022)

Los que frecuentáis este ventorrillo ya me habréis oído alguna vez, acodado al fondo de la barra (en distintos estados de embriaguez), hablar del inmenso Greg Brown, tesoro nacional –o debería serlo, y aún así me quedaría corto en el peritaje–, el cantante, músico, poeta de Iowa, con ya más de treinta discos –joyas– en su haber. Su voz, ese «barítono amistoso» del sello Red House, y sus canciones llevan sonando en esta casa desde que tengo uso de razón (poca, pero uso; hay quien tiene mucha y no gasta). Cada nuevo disco ha sido esperado y recibido como un nuevo libro de, por ejemplo, Marilynne Robinson, o un nuevo cómic de Chris Ware, cualquiera de los gloriosos bardos del Medio Oeste, su voz cada vez más cavernosa y cálida, sus estudios de personajes cada vez más naturalistas e incisivos. De Seth Avett, en cambio, compruebo que he hablado menos, y eso que lleva firmando, con su hermano Scott, obra maestra tras obra maestra desde 2002, cuando debutaron como los Avett Brothers (ya con Bob Crawford al contrabajo) con el Country Was. Esto, este olvido impertinente, me lo digo ahora y lo expongo aquí para que quede constancia, a modo de aval o resguardo, habrá de ser en breve enmendado. El caso es que desde que Seth Avett anunció que iba a sacar este disco homenaje a uno de los héroes de su panteón, Greg Brown, su sexto álbum en solitario, todo el mundo me ha empezado a caer bien, hasta los más anormales (no hay cuidado, en un par de días se me pasará, lo tengo comprobado). Para que se me entienda, la experiencia ha sido como la satisfacción casi orgásmica que se obtiene con la biyección de una tupla, intuyo, o más bien recuerdo, de cuando toreábamos el álgebra y la aritmética, con mayor o menor fortuna, en los años de instituto (yo más bien entre los toreros de salón, los que resolvían siempre de pura chiripa, y, claro, aquí me tenéis ahora, escribiendo reseñas para un blog que leerán cuatro o cinco extraviados, en tiempos de «yo tengo un podcast» –que es como decir que se tiene un tío en Alcalá, en la mayoría de los casos–). Valga lo anterior para decir que este disco me parece de una lógica aplastante. Tenía que acabar ocurriendo. Y el resultado, ya en casa desde hace unos días, es apabullante. Entiendo que entran en juego factores muy personales, pero para mí ya es, sin duda, el disco del año. Lo primero que pensé, ni bien entonada la primera línea de la primera canción, «The Poet Game», es que tenía delante un caso clínico evidentísimo del Síndrome Trent Reznor/Johnny Cash (que es un síndrome que me acabo de inventar). Aquello que dijo Trent Reznor al escuchar por primera vez la versión que hizo El Hombre de Negro de «Hurt»: «Me ha quitado la novia», vale perfectamente para este disco. Solo que en este caso no es solo una novia, son diez. Y, probablemente también el perro, el coche, la casa y la cuenta bancaria (hasta los calzoncillos). Desvalijamiento total. Pero tampoco es que me haya pillado por sorpresa, porque el bueno de Seth ya había hecho antes algo parecido, hace ocho años, junto a Jessica Lea Mayfield, con las canciones de Elliott Smith. Tremendo asaltaconventos, el muchacho de Carolina del Norte. Grabado en habitaciones de hotel, entre giras por México y Estados Unidos, y producido por Dana Nielsen (Bob Dylan, Neil Young…), qué manera de olisquear y fagocitar el correo ajeno. Emociona imaginarse a Greg Brown escuchando estas canciones en su casa, con Iris DeMent al lado, preguntándose: «En serio, ¿son mías?». Y ella diciéndole: «Eran». La sinceridad, el espíritu, el intimismo, los personajes, siguen estando ahí, pero Seth se los ha llevado a su granero y el resultado es espeluznante, y lo digo en el buen sentido, en el sentido de erizársete el pelo y las plumas, de ponérsete los pezones como escarpias (y, ¿por qué no?, de espantar y causar horror, básicamente por lo que el resultado tiene de casi numinoso). Un disco de pura emoción, perpetrado por alguien que lleva escuchando y admirando a Brown toda la vida (por herencia paterna), que ha cantado estas canciones mil veces en su covacha («su música –dice Avett–, ha sido siempre un lugar al que he regresado en busca de guía», ejemplo de oficio y propósito), y que viene a demostrar, entre otras cosas, que más allá de las personalidades y el carisma, al final, lo que de verdad importa, la argamasa, son las canciones. Oídas de nuevo, tan diferentes, tan singularizadas, vienen a demostrar lo que ya se sabía desde el puerto de origen: qué buenas son, qué deslumbrantes. «Greg dijo una vez: “Un himno deja de ser un himno si se canta sin corazón”. Ahora esto me resulta obvio, y no solo en lo que respecta a los sentimientos de la música góspel, sino en cualquier ofrenda, canción, deseo, gesto o acción que emprenda un alma hacia otra. Con este disco quiero darle las gracias a Greg Brown por recordármelo una y otra vez, una verdad que todos nacemos sabiendo, pero que en ocasiones puede olvidarse».