BLACKFOOT GYPSIES

Handle It

(Plowboy Records, 2015)

Ya ni siquiera se llaman así. Ahora se llaman DeeOhGee y en nada sacan nuevo disco; ya corretea por ahí su nuevo vídeo. No les ha dado un vahído y se han vuelto ñoños o modernos, no han recogido el cuarto, el espíritu de chatarreros sigue siendo el mismo. Una vez, cuando sacaron este Handle It que hoy rescatamos, le hicieron una entrevista por teléfono a Matthew Paige, cantante, guitarrista y violinista de la banda, y lo primero que hizo fue disculparse de antemano con el periodista por si notaba que se iba apagando a lo largo de la conversación, porque estaba tratando de no acojonar a las cabras de la granja que tienen sus padres en Oregón. Se conoce que quería resguardarse de la lluvia y se había metido en el cobertizo. Y a las cabras no les había hecho ni puta gracia. Lo sentía, pero la tranquilidad de sus cabras era mucho más importante que la entrevista. Y la banda suena un poco a eso, en efecto, a dar importancia a las cosas que verdaderamente importan (las cabras enojadas), no al postureo ni al qué dirán ni a salir bien en la foto. En esa misma entrevista explicó de dónde venía el título del álbum, Handle It, «apáñatelas». Era lo que les soltaba siempre el dueño del Mercury Lounge, un club de Tulsa. Al final, de tanto repetirlo, se les acabó pegando la muletilla y adoptaron ese mantra para todo: «es tu mierda, no te quejes, no llores, hazlo, apáñatelas». Apáñatelas o cáete y muere. Ese siempre ha sido el espíritu de esta banda de Nashville. Apañárselas con lo que se tiene más a mano. Sonido de incursión apache o, mejor dicho, de incursión blackfoot. De arramblar con todo lo que se pueda y salir corriendo. Música un poco también de campamento gitano que escapa en la madrugada. Música de bricolaje. Y todo grabado con los amplificadores mágicos de los estudios Fry Pharmacy, en Old Hickory, en un equipo que en su día perteneció al Grand Ole Opry. Con su primer disco se las apañaron como pudieron y se lo autoeditaron. Este, que fue el segundo, ya con Ollie Dog, el señor de Mississippi, a cargo de la armónica, se los sacó Plowboy Records, un sello local de Nashville. Y la gente empezó a escucharlos. Fueron al SXSW. Despegaron. Los Stones, Willie Nelson, Bob Dylan, Robert Johnson, Hank Williams, Muddy Waters y Steve Marriott… esa es la cacharrería que llevan detrás. Matthew dice que la canción que más veces ha escuchado en su vida es «Color of the Blues» de la primera época de George Jones. Porque cuando te sientes mal, te la pones y George Jones te escucha y te entiende. Mucha carretera a sus espaldas, claro. Pinchazos de neumáticos, falta de pasta, exceso de pasta, dolor, cansancio. Todo nutre. Su padre era muy aficionado a las tiendas de segunda mano, a tiendas como Goodwill, mucho outlet de cosas al peso, a noventa y nueve centavos el kilo, picotear de aquí y de allí, conseguir, por ejemplo, el jersey extravagante, loquísimo, que tu profesor de segundo grado tiró un día en Dillard's. Esos tesoros. De ahí esa estética a lo Jimmy Hendrix puesto de anfetas y desatado una tarde cualquiera en un mercadillo. Y con la música lo mismo. Increíblemente humildes y genuinamente majos, así los ha descrito la gente que se ha topado con ellos. Y unas bestias en vivo. Sucio, crudo y espontáneo. Practican el descuido, a falta de un término mejor para describirlo, como estética. Les gusta escuchar errores de vez en cuando. O mejor dicho: odian escuchar lo perfecto. La perfección es una mierda aburridísima. Y el aburrimiento es su peor enemigo. En parte por eso formaron la banda. Para huir del tedio. Charley Watts, que en gloria esté, solía decirlo. Cuando le preguntaban por cómo se le ocurrían esos rellenos, él decía siempre la verdad: fueron errores. Los Grateful Dead también eran expertos en saltarse partes de las letras de las canciones y en cagarla mucho. Cagarla jubilosamente. Ser un ente vivo, que respira (y defeca), como cualquier hijo de vecino. El blues es eso, el ruido que se hace cuando la cosa duele. Nada que ver con la perfección, con los afeites y los perfumes. Aquí cagamos todos. Esta música huele a bebidas derramadas y a cuerpo sudado. Música que palpita y que jadea. Música de darlo todo y arriesgarse, sin cálculo, sin estrategias seductoras. Hay un dicho que va con ellos y con la música que perpetran: o ganas o aprendes. Ellos han optado por lo segundo. Blues, swamp rock, country, old time rock and roll. Todo eso está ahí, desplegado sobre las alfombras de la venta de garaje (como en la que aparecen en la contra del disco). El caso es que, al final, estos cabrones se te meten en el corazón, así que mucho cuidado porque, a poco que te descuides, te lo desmantelan, lo dejan todo manga por hombro, amanece y acabas yéndote con el circo y mandando postales desde pueblos perdidos.