IAN SIEGAL

Stone By Stone

(Grow Vision Records, 2022)

Ya han pasado diecisiete años y doce discos desde que lo descubriese un buen día en una de aquellas gloriosas jornadas cretácicas en las que uno era perfectamente capaz de pasarse horas (la verdad es que hemos sido una generación bastante dotada para la indigencia y la inmundicia; estábamos viviendo, probablemente sin saberlo, en las postrimerías de casi todo, el asteroide que oscurecería los cielos y enfriaría el planeta ya se veía venir), y de hecho me las pasaba (ella ya lo sabía y se iba a hacer sus cosas), manchándose los dedos (más adelante aprenderíamos a ponernos los guantes aristocráticos de Javier Marías, porque los ácaros ingleses son igual de ácaros, o incluso más, que aquí) en una costrosa (léase gloriosa) tienda de discos de Londres que ya no existe, con el que fue su segundo álbum, el glorioso Meat and Potatoes, que compré sin dudarlo, más que nada por el título y por lo que me dijo el dueño de la tienda, viejo zorro que en cuanto me vio dudar me lo pinchó desprevenidamente, como se tenía por costumbre en aquella época y en aquellos pagos, sabiendo ya que su pieza había caído en la trampa. «Esto que oyes es lo que tienes en la mano». No tuvo que insistir mucho. Le bastó decirme que era blues de astilleros y de ciudad portuaria. De un tipo de los aledaños de Portsmouth, al sudeste de Inglaterra, en el condado ceremonial de Hampshire, curtido durante muchos años en las tabernas de Alemania. Sudor, gomina y barba de tres días. Cuero y botas camperas. Respeto, tradición y mucho whisky. Parece yanqui, pero no. Procede de los muelles de la Pérfida Albión. Luego, llegaría a ganar un montón de premios en los British Blues Awards, se iría a grabar un par de discos descomunales a Mississippi con Cody Dickinson, de los Mississippi Allstars, a cargo de la producción (The Skinny, 2011 y Candy Store Kid, 2012), y comenzaría a colaborar muy de cerca con Jimbo Mathus. Todo gloria. El caso es que, durante todos estos años, no me he perdido ni uno solo de sus escarceos. Nunca me ha decepcionado. Y la reciente aparición de este Stone To Stone, no hace sino confirmar la inmensa altura que ha alcanzado. Lo cierto es que con este último disco ha puesto el listón muy alto. No se puede tener más clase, ni más buen gusto, ni más pantano. Con voz potente y segura, Ian Siegal ya no tiene nada que demostrar y hace lo que le da la gana y como le da la gana. Para empezar, el disco está dedicado a la memoria «y la inspiración» de Chuck E. Weiss, y eso ya, no sé si a vosotros, pero a mí me toca fuerte la patata. Aparte, incluye una canción de Jimbo Mathus, con quien, además, comparte los créditos de otras tres. Hay bien de resonator y mucho slide (y una tremendísima Shemekia Copeland en el segundo corte, entre el blues y el gospel, mano a mano con la voz aguardentosa de Ian en «Hand in Hand»). La cosa empieza destartalada, como la música que te encuentras al colarte en un garito pegajoso y lleno de humo, atmósfera de antro, pero luego todo se vuelve sorprendente y delicioso, inesperadamente, cuando Ian se arranca con «The Fear», solo voz, guitarra y armónica, una composición que nos descubre a un Ian Siegal más íntimo y más cercano a la sensibilidad de un Townes Van Zandt, por ejemplo, uno de sus máximos ídolos, dejándonos claro que no ha venido hoy aquí a gustar a todo el mundo y que este disco puede que no guste a aquellos que se acerquen a él a abrevar del blues más eléctrico y citadino. La cosa, desde este tercer tema, se vuelve, ya digo, extremadamente acústica y campestre. Faltan grillos, como quien dice. Chirrido de mecedora y tablón suelto de porche sobre humedal al ir y venir de la cocina a por cervezas. A poco que te descuides te masacran los mosquitos. Gloriosa también la versión fría, escalofriante, del «Psycho» de Leon Payne, con su letra brutalmente oscura, que en su día cantara Eddie Noack, ese cantante fascinante que ha pasado a ser la más extraña nota a pie de página de la historia de la música country (algún día le dedicaremos unas líneas). «Si crees que soy un psicópata, mamá, será mejor que dejes que me encierren…». Y así sigue, un tema tras otro. Música del páramo, mezcla de country, blues y folk. Un poco de mandolina. Y un banjo que parece tocado por uno de esos ancianos arquetípicos (con ese punto irónico de quien ha estado en lugares y perdido cosas que ni tú ni yo imaginaríamos). Algún momento a capella de puro escalofrío («Monday Saw»). Zapateo y silbidos. Sencillo y parco. Música para oír (o interpretar) con candil y jaleo de ranas toro en la distancia. Música de cosas que reptan por debajo. Pura artesanía.