HANK WILLIAMS Jr.

Rich White Honky Blues

(Easy Eye Sound, 2022)

Y, de repente, en un giro imprevisto de los acontecimientos, Hank Williams Jr., de quien ya habíamos jurado en 2012, esto es, hace dos lustros, que no queríamos volver a saber nada, va y, a sus setenta y dos años, se saca de la manga (bueno, de la manga de Dan Auerbach, que ya aquí asienta definitivamente su condición de mago) un discazo de los de quitarse el sombrero, hincarse de rodillas, pedir perdón, también clemencia, y retirar todos los vituperios pronunciados a raíz de los bochornos y vergüenzas que nos ha hecho padecer en el más reciente pasado. Un disco, hablando en plata, de los de envainársela y cerrar el pico. Lo cierto es que nuestra relación con Bocephus siempre ha sido de amor/odio. De sus, con este, cincuenta y siete discos, tendremos en casa más de la mitad, y entre ellos hay álbumes de gloria pura (me viene ahora a la cabeza The New South, que le produjo Waylon Jennings en 1977, por citar solo un ejemplo), pero aunque seguimos fieles a sus puntuales entregas, desde aquella descomunal obra maestra que fue The Almeria Club Recordings, en 2002 (hasta, como ya decíamos unas líneas más arriba, el 2022, en que nos apeamos definitivamente, después de aquel infecto, y séame dispensada la manera de señalar, Old Schools New Rules), no había vuelto a dar, ni de cerca, en nuestra diana. Caíamos en la trampa de nuestra propia impertinente nostalgia, seguíamos comprándole los discos, disculpábamos sus apariciones en esa pesadilla que es el Country Music Channel (el Horror, con permiso del coronel Kurtz), mirábamos hacia otro lado cada vez que se pronunciaba para hablar de política y hasta justificábamos sus desmanes y sus ventosidades verbales ante las visitas, como quien tiene un hijo imbécil. Y, de repente, Dan Auerbach, lo mete tres días en un estudio y le graba a lo vivo doce temazos de los de dejar el plato limpio a lametones y guardarlo en la alacena sin pasar por el lavavajillas, recreaciones potentísimas y descarnadas, con banda detrás de quitar el sentido (Kenny Brown, Eric Deaton, Kinney Kimbrough y Auerbach en persona), de bestias pardas como Robert Johnson, Lightnin' Hopkins, R.L. Burnside, Muddy Waters y Jimmy Reed, más tres temas propios. La labor de desbroza llevada a cabo por Auerbach, a lo Rick Rubin (o Saura con Pajares o Tarantino con Travolta) ha sido de premio y rendición vitalicia. Auerbach recordaba ver en la televisión a Hank Williams Jr. por primera vez siendo un crío y haberlo flipado. Y lo que se propuso con este disco fue volver a poner todas las partes dañadas en su sitio. Desprender la dura masa coralina que se le había ido adhiriendo en el curso de los últimos años, toda esa cochambre, y poner a punto el motor. «Esa crudeza», afirma Auerbach, «la autenticidad de esa crudeza. Es lo que siempre busco, el material más oscuro. Y en cuanto nos pusimos a ello, en cuanto arrancamos a tocar, Hank quedó investido. Y nos arrastró a todos los demás». Claro es, Hank necesitaba a alguien que lo arrinconara en el cuadrilátero, lo alejara de las malas compañías (básicamente de los horteras), de la mediocridad imperante, de su propia caricatura, y lo empujase al ruedo aludiendo a su auténtica médula, al hueso roído, puro y duro. Y el resultado es notabilísimo. En un annus horribilis, con fallecimiento de mujer incluido (sumando desgracias a una vida estrambótica de accidentes, deformidades e hijos perdidos), Hank Williams Jr. graba su mejor disco en años, puro trueno, puro saber enciclopédico, pura pasión y pura autoridad. Un disco acorde y digno de la inmensa leyenda que es y siempre ha sido. In extremis, sí, casi a lo deus ex machina, saltándose toda la lógica y la coherencia de una trama que ya nos conducía a un irremediable final desastroso (por triste y decepcionante), baja Auerbach al escenario de la tragedia por algún insospechado mecanismo accionado desde bambalinas, y resuelve la situación dando un giro imprevisto a los acontecimientos. Nada menos que, pongamos, Helios salvando a Medea (Bocephus) de la muerte, mandándole el Carro del Sol, en el que, jubilosamente, escapa. Ante esto, solo caben aplausos. Y es así como, por tercera o cuarta vez en lo que va de año, tenemos que volver a postrarnos en el suelo y pedir a gritos que suba a saludar el felicísimo patrón de Easy Eye Sound. Y, con la emoción contenida, decirnos para nuestros adentros: «Le debemos dinero, señor Auerbach. Mil gracias (y otras tantas huríes, para cuando le toque, pago yo)».