Common Nation of Sorrow
(Signature Sounds, 2023)
Se define como una artista de música folk. Toca el violín, el banjo y la guitarra. Es de Oak Park, Illinois, pero lleva diciendo que su casa es Nashville desde que, al cumplir los dieciocho, se marchó a estudiar a la Universidad de Vanderbilt, y, a día de hoy, ya no es solo que lo diga, es que lo es. Nashville es su casa. Conviene empezar diciendo que Rachel Baiman es licenciada en antropología y que le importan las cosas. Tanto es así que, en su día, cofundaría Folk Fights Back, una organización de músicos que, durante la administración Trump, montó conciertos benéficos y eventos de sensibilización para combatir toda aquella pesadilla. El folk no se achanta, el folk resiste y contraataca. Toda esta cosa política le viene, por cierto, de nacimiento. Cuando era pequeñita su padre, «economista radical», como ella misma lo ha calificado en alguna ocasión, militó en un pequeño grupo político marginal que se hacía llamar los Socialistas Demócratas de América, algo que, entre la buena gente de Oak Park, se consideraba bastante extremista, motivo por el que Rachel se privaba de comentarlo con sus amigos. Luego la cosa cambiaría. «Ahora los de mi generación hemos tenido que espabilarnos debido a la opresión económica que vivimos. Nos sentamos y elucubramos permanentemente para ver cómo podemos sacarle la pasta a los ricos para que paguen nuestros discos». Su madre es asistente social. Por ahí también le viene lo de la reacción alérgica ante cualquier fascismo. Al final, toda esta militancia activista, toda esta experiencia compartida de vivir y estar jodidos, no hace sino señalar hacia algo que al final se puede resumir de un modo bastante sencillo (pese a los muy cenizos): aún hay esperanza, aún se puede luchar con rabia contra la máquina, aún hay tiempo de frenar la devastación individual y comunal a la que todo este tinglado raro que nos hemos montado parece conducirnos. Y de eso, más que nada, va este, su tercer disco, Common Nation of Sorrow. Ella empezó tocando el violín de muy jovencita, luego vendrían el banjo y la guitarra. Y también lo de cantar. Sus padres no eran músicos, pero eran muy folkies, como toda esa generación de izquierdas anticapitalista, y la llevaron a muchos festivales de música folk. En 2014 se autoprodujo su primer disco, Speakeasy Man, y desde que, en 2017, ya para Free Dirt Records, le produjese su siguiente álbum, Andrew Marlin, de los Mandolin Orange, todo ha sido carretera, ensayos y estudios de grabación, con algún que otro trabajo ocasional entre medias, para ir tirandillo, de camarera, por ejemplo, para la élite tecnológica, y de lectora de novelas de fin de siglo relacionadas con el trabajo obrero (una investigación que tuvo que llevar a cabo para un sociólogo). También ha sido escudera de Kasey Musgraves, Kevin Morby y Molly Tuttle, entre otros artistas. Sus dos máximas influencias son John Hartford (de quien apaña y extiende una versión maravillosa del «Self Made Man») y la australiana Courtney Barnett, que no tienen nada que ver entre sí, pero a quienes considera igualmente sabios, ambos insolentes y cercanos en su modo de escribir. «Escucharlos es como invitar a tu mejor amigo o amiga a echar la tarde en casa, hablando de vuestras movidas». Escucharla a ella también es un poco así. Para este Common Nation of Sorrow, grabado en doce días en The Tractor Shed, en Goodlettsville, Nashville, producido por ella misma, pero con Sean Sullivan (ganador de un Grammy) a los mandos, y mezclado en Portland, Oregon, por Tucker Martine, ingeniero y productor de My Morning Jacket, The Decemberists y First Aid Kit, Rachel Baiman ha querido sumergirse del todo en su querido bluegrass, la música con la que creció. De algún modo, este disco ha sido para ella una especie de vuelta a casa. Homenajea a Gillian Welch y Dave Rawlings, presencias rastreables en el tema «Bitter», y hasta se atreve a volverse hacia sus propias sombras para hablarnos en «Lovers and Leavers» de la batalla que viene sosteniendo con el trastorno bipolar que le diagnosticaron en 2021, una canción, no obstante, compuesta antes del diagnóstico y que interpretaba en los bolos, disfrazada de canción de amor, hasta que solo muy recientemente se dio cuenta de lo que latía por dentro. Todo esto para decir que con estas diez nuevas canciones, Rachel Baiman vuelve a mostrarnos una vez más que, aunque todo esté condenadamente roto, aún hay un atisbo de esperanza. Puede que parezca un lamento (diez lamentos), pero en el fondo es una celebración perpetua. Porque eso es lo que vienen haciendo los músicos de folk (la música de la «folk», de la «gente», no del género musical, como decía creo que era Henry Rollins, afirmando que él también hace música para la gente, que su hardcore punk es tan folk como el folk más puro, puede incluso que más, y que se jodan los cazamariposas con sus etiquetas y clasificaciones), desde que el mundo es mundo. Ojo crítico y corazón alentador. Gente que sangra por nuestras heridas y que nos señala el absceso que, como nos sigan tocando mucho los genitales, habrá que ir a reventar. «Amar es combatir», que decía Octavio Paz en «Piedra de Sol» (y no Maná, faltaría más, Dios me libre de ser tan chungo).