SPENCER BURTON

Don't Let The World See Your Love

(Dine Alone Records, 2014)

Este es el primero de los cinco álbumes que Spencer Burton lleva grabados con su nombre hasta la fecha. Antes, entre 2010 y 2012, grabó dos EPs y dos LPs con el nombre de Grey Kingdom, más sombríos (en el disco que hoy reseñamos hay un tema titulado «Grey Kingdom», que habla, precisamente de un cambio de rumbo, de un dejar atrás, y que, de alguna manera clausura con una buena lápida la etapa anterior). Y aun antes fue miembro de los Attack in Black, la banda hardcore punk o indie rock (según a quién o cuándo preguntes) de los hermanos Romano (Ian y Daniel), de Welland, Ontario. De hecho, fue Daniel Romano quien le produjo este primer disco firmado ya sin máscaras (en el que, también, por cierto, colabora como músico, porque ya que uno se pone, se pone). Valga todo lo precedente como preámbulo para advertir que, hasta llegar a estas once canciones, la biografía de Spencer Burton ha sido la de un trovador ambulante, un narrador itinerante o, si se prefiere, un culo de mal asiento, horas y kilómetros recolectando y compartiendo historias, aquejado de lo que él diagnosticaría luego como una incurable aversión a la permanencia (¿y quién mejor que Daniel Romano, maestro del disfraz, para entender esa «anatomía de la inquietud», que diría Bruce Chatwin?). Buena parte de las canciones de este Don't Let The World See Your Love derivan de las gentes y los lugares que se fue topando en la carretera (casi como si encarnara al protagonista de «Early Morning Rain», la canción de su compatriota, el maestro Gordon Lightfoot, «con un dólar en la mano, un dolor en el corazón y los bolsillos llenos de arena, lejos de casa, echando de menos a los seres queridos, bajo la lluvia, en la madrugada, y sin ningún sitio a dónde ir», que es lo mismo que decir «con todo el mundo por delante»; y ya que tengo atrapado a Gordon Lightfoot en este paréntesis, aprovecho para añadir que en el tema «Garden Path», Burton parece estar poseído por su espíritu; de no saberlo, cualquiera diría que la canción es un descarte de uno de aquellos primeros discos míticos del legendario músico canadiense, también de Ontario, nada es casual). Burton cogía la moto y desaparecía por un tiempo, zambulléndose en la lejanía, perdiéndose en mitad de ninguna parte. «Parte del álbum fue compuesta en St. John's, Newfoundland; parte en Peterborough, Ontario. Una canción me vino a la cabeza en Dawson City, en pleno Yukón, y creo que hasta llegué a escribir una en Nashville». El disco es austero, casi minimalista en su producción. Firmarlo con su nombre fue una declaración de principios. Por primera vez, se sentía capacitado para mostrarse a sí mismo sin tapujos, sin sombras ni imposturas. Sintió que aquellas nuevas canciones que le estaban abordando eran las que siempre había deseado escribir, sin los misterios ni las ambigüedades de la atropellada –como ha de ser, por mucho que la DGT pretenda impedirlo– juventud. «Ya no sentía la necesidad de ocultarme detrás de otro nombre». El amor, la amistad, las sensaciones de aislamiento y desorientación, la carencia de un sentido de hogar o pertenencia al que poder acogerse en las horas duras, más allá del que proporciona la propia música (como cantimplora). La fragilidad de los sentimientos y las emociones, al desnudo, sin refugio. Se conoce que en su día, antes de publicarse, si comprabas este disco en preventa, te llegaba a casa con una taza de acampada de doce onzas y una bolsa premium de la mezcla de café orgánico del propio Spencer Burton, creada por la tostadora Seattle's Anchorhead. Cierto reseñista avispado, al que le llegó el disco en copia digital, claro, y, por tanto, no pudo catar el café, no tuvo, sin embargo, inconveniente en aprovechar la descripción del tueste que venía en las notas de prensa para describir el nuevo trabajo en solitario de Burton: «con cuerpo, rico y terroso, dulzura intrincada y regusto limpio». Uno se imagina perfectamente acampado allí arriba, en el Yukón, como un viejo personaje de un cuento de Jack London, probablemente con dos o tres perros, oyendo estas canciones junto a la lumbre, con un conejo espetado y chisporroteante haciéndose a fuego lento, y la susodicha taza de café humeante entre las manos sin guantes. Iron and Wine aunando fuerzas con James Taylor: así lo describieron en su día, y la comparación no es para nada descabellada (dejando aparte el extraordinario parecido que se gasta Spencer Burton, con semejantes barbucias, con el bueno de Sam Beam). Café muy negro, montañas, cabaña de troncos, perro, buena compañía (hombre, mujer o libro) y nieve. Y morir de viejo, como diría aquel soldado en la trinchera de aquella viñeta de aquel cómic que ya no recuerdo. (Su último disco, Coyote, está ya al caer, esperemos que el mensajero de Pony Express no se extravíe; la vida es esto, lo demás es pose, letrina y red social.)