The Great American Bar Scene
(Warner Records, 2024)
El envoltorio, pese a Warner, pese a los estadios llenos, pese a la rendición y el pase goleador del Boss, no puede ser más clamorosamente cutre. Tanto es así que uno no puede evitar pensar que ha de ser premeditado. Tiene que serlo. Por ahorrar no puede ser, como esos que confían en amigos o familiares no muy talentosos para ocuparse de todo lo que no sea componer y tocar, porque a estas alturas del partido dinero en las arcas ha de haber a espuertas. «Keep it cutre», como diría Ignatius. Un posicionamiento ético, quizá, frente a los excesos edulcorantes y ramplones del «cotarro» (pero, eso sí, desde el mismísimo corazón edulcorado y ramplón del cotarro). El diseño de la cubierta es poco menos que infecto. Por detrás, el listado de canciones ni se acierta a leer, encostrado como está al fondo (hasta tu sobrina de cinco años maneja con más soltura y entusiasmo el Photoshop). Y, a modo de cuadernillo, una laminita birriosa, casi una fotocopia mal recortada (hablo del CD, el vinilo es igual, pero mucho más caro y en grande). Todo como pirateado y comprado en el Rastro antes de que aparezca la policía y le requise la manta al inmigrante. El otro día, el figura de El Canto del Loco decía en una entrevista que en la gira anterior estaba gordo como un cebón y la gente acudió a verle en masa, y que ahora que está famélico ha vendido aún más entradas que entonces, lo que, según él, significa que la gente va a sus conciertos, no por él (ni por la anormalidad intrínseca, arriesgo yo, de la gente que va a sus conciertos) sino por las canciones. Claro. Seguro que sí. Lo dice el Shakespeare del pop (esta desafortunada declaración me recordó al patético Casanova de Fellini, glosando sus conocimientos de astronomía, poesía y matemáticas frente al noble oculto tras el cuadro, después de follarse acrobáticamente a la monja, mientras de viste, atribulado por la fama que le proporciona únicamente la pericia y la competencia de su pene). Pero en el caso del nuevo, quinto álbum, de Zach Bryan, puede que los tiros sí vayan por ahí: el protagonismo de las canciones. No nos pilla por sorpresa. Ya el disco anterior era también de una cutrez proverbial. Lo único que parece importarle a Bryan son las canciones. Las canciones, además, al desnudo, sin ahogarlas de afeites y perifollos (sin engordarlas ni ponerlas a dieta). Ya digo que no sé hasta qué punto es o no premeditado. Una voluntad de sonar a maqueta permanente, a la cinta de demos que te pasó un día no sé quién, a vídeo apurado de «TickTocker», grabado en el garaje del hermano de alguien. Pero con mucho dinero detrás. Gastarse un dineral para sonar a bolsillo vacío, a pasar hambre. Él, en esto, sigue siendo escandalosamente generoso y no se doblega ante las imposiciones de la industria (que, en este caso, no creo que haya pretendido imponer nada, dado que la cosa se vende sola, y ¿para qué te vas a poner a enredar?), diecinueve temas nuevos (en muy pocos años, lleva compuestas cerca de ciento cincuenta canciones, y no para de sacar EPs y discos en directo; una rareza en tiempos de temas sueltos y listas de Spotify), el primero de ellos, como en el anterior álbum, un poema recitado, «Lucky Enough», lo menos bestseller que uno se puede imaginar, para ir abriendo boca. Y, de nuevo, nos brinda un disco que parece compuesto por los descartes de un disco anterior inexistente. Eso sí, descartes gloriosos. Más de lo mismo, en efecto, pero, por otro lado, eso es lo que le pedimos (yo, al menos). El álbum incluye «Sandpaper», la esperada canción con Springsteen (que hace poco salía en un vídeo conversando con él, encomiando su apabullante talento para la versificación y la metáfora), prueba palpable del lugar que ya empieza a presidir dentro de la cultura pop estadounidense (no todo va a ser Taylor Swift), pero también «Memphis; The Blues», compuesta, mano a mano, con su paisano de Oklahoma, John Moreland, que se amolda mejor a su sequedad y contención. Ya hablamos en una reseña anterior de su vida, del ejército y de su juventud. Ahora tiene veintiocho años y arrasa allá donde va. Se le puede poner un reparo. Una música tan confesional, puede acabar por agotarse a sí misma. Su biografía es mínima y sigue dando vueltas a su propio mito (ante las hordas adolescentes). Quizá debiera dar un salto y salir de ese círculo egocéntrico. Como Moreland o el propio Springsteen, dar voz a otras voces, no convertirse en un bardo cansino de la autoficción. Y ser un poco menos torrencial. Sea como sea, sigue siendo un fenómeno, y no deja de ser sorprendente el modo en que lo que perpetra, tan poco comercial, tan poco historiado, tan poco verbenero, tan poco pirotécnico, tan intimista y literario, se haya hecho un hueco en los estadios. Otro de los momentazos del álbum es el «Purple Gas» de Noeline Hoffman, que se marca a dúo con ella misma (una de las maravillosas criaturas de Western AF, que, sin duda, va a depararnos muchas alegrías), una muestra más de la inmensa generosidad (y el buen ojo) de Zach Bryan, que sigue imparable e incontenible hacia no se sabe muy bien dónde. Pero, sea donde sea, allí estaremos esperándolo. «Keep it cutre, my friend.»