Knuckleball Prime
(Blackwing Music, 2015)
Ella, a veces, me lanza canciones a bocajarro. Y tiene puntería. La muy puñetera Annie Oakley de las narices, donde pone el ojo pone la bala. Cualquiera diría que olisquea mi buzón o que tiene mi teléfono pinchado. Sabe muy bien que solo hay una cosa peor que una canción triste: ninguna canción. Así que nos acribillamos a canciones, aunque sean tristes (como le decían a Ryan Bingham en aquel capítulo de Yellowstone: «Si esa era la canción alegre, no quiero ni imaginarme cómo serán las tristes»). El otro día, 5 de marzo, a las 00.14h, recién superado un lunes infausto (¿qué lunes no lo es?), desde su insomnio al mío, después de varios días de silencio, me descerrajó con «You Find Me» de Willy Tea Taylor. Touché. Condenada maestra de la esgrima. No creo que haya una canción que hable más de nosotros, o al menos de mí: «Y trato de leer para quedarme dormido, / supongo que por eso siempre acabo bebiendo, / solo para no tener que pensar / en los platos sucios del fregadero. // Y tú / solo tú / sabes dónde encontrarme». Se la devolví, claro, en cuanto me recuperé de la estocada, con «Maggie», de Benjamin Dakota Rogers, porque es verdad que a ella nadie puede recolectarla, ni plantarla, ni imponerle dónde ha de brotar… Va, te toca… Es un diálogo que llevamos manteniendo ya varios años. Y así fue como Willy Tea Taylor acabó entrando en casa, aunque me diera la impresión de que llevaba viviendo aquí toda la vida. Desde luego, ha sido amor a primera vista. Y más aún después de enterarme de ese proyecto que viene desarrollando desde hace tiempo, al que ha llamado «Buscando la cocina de Guy Clark» (del que hay incluso una película en marcha, rodada en HD y en Súper 8, a la que le quedan, según Willy, no menos de diez o veinte años de rodaje), en el que en cada bolo, noche a noche, junto con su compinche Tom VandenAvond, pretende reproducir la escena nocturna de Heartworn Highways, en la cocina de Guy Clark, donde los legendarios cantautores de Texas, cuando todavía eran los secretos mejor guardados de Austin, compartían sus composiciones más íntimas a última hora de la noche. Willy Tea procede de las colinas y los caballos de Oakdale, California, la pequeña localidad conocida como «la capital mundial de los vaqueros» (porque ha dado a luz a muchos campeones de rodeo) que, aunque no es Texas, en su día llegaría a travestirse de pequeño pueblo polvoriento de Texas para las escenas ferroviarias de Bound for Glory, la película en la que David Carradine hacía de Woody Guthrie. Su abuelo era uno de los ganaderos más respetados de la región. El caso es que el niño iba para estrella del béisbol, pero una lesión en la rodilla hizo que derivara sus inquietudes hacia la música. A los dieciocho años, asistir al concierto de Greg Brown en el Strawberry Music Festival de 1994, en Yosemite, California, escuchar, concretamente la canción «Spring Wind», fue lo que sentenció su destino. Acabaría debutando con su banda, los Good Luck Thrift Store Outfit, en ese mismo escenario, en 2009 y, seis años más tarde, en 2015, también desde allí, emprendería su carrera en solitario. El que mejor lo ha expresado ha sido Garrett Bethmann, en la entrevista que le hizo para Boogixote: «conocerlo es quererlo». Dice que su voz te abraza como un lecho de rescoldos en la chimenea y que recuerda a Gimli, hijo de Glóin, el amigo de los elfos, descendiente de Durin I, el Inmortal, que tiene su misma risa estentórea, y que sus canciones son tan íntimas como una conversación de madrugada con tu mejor amigo en un porche oscuro. Luego añade otro matiz maravilloso: «sus actuaciones son confesiones de trovador que pueden llegar a licuar una sala hasta dejarla convertida en un charco de lágrimas y cervezas baratas». Este Knuckleball Prime fue su segundo disco, después del impresionante 4 Strings con el que debutó en 2011, a solas con su guitarra tenor de cuatro cuerdas. En este segundo participan unos cuantos bateadores de primera, como Benmont Tench, Greg Leisz, Sara Watkins, Andrew Combs y Noam Pikelny (de los Punch Brothers). Él dice que no, que lo sigue intentando, pero las doce canciones parecen salidas directamente de la cocina o el taller de luthier de Guy Clark. «Lullaby» es una canción perfecta. Y todo el álbum parece imbuido de esa nostalgia de catcher lesionado que tan acertadamente reproduce el estribillo de «Brand New Game»: «Y nunca pensamos / que la vida acabaría volviéndose tan real, / porque siempre pensamos / que la vida era un campo de béisbol / y, aunque perdiéramos, / nunca nos oirías lamentarlo. / Siempre habría un mañana / y un nuevo partido». Y una nueva canción con la que disparar a tu amiga insomne cuando menos se lo espere. Puede que se nos jodan los sueños, sí, pero soñaremos otros.