Kentucky Blue
(Cut a Shine Records & Thirty Tigers, 2023)
Hay un género literario, o subgénero si se quiere, al que cuando uno no es de natural muy portera, no suele prestársele mucha atención. Hablo de los agradecimientos, tanto en libros como en discos. En los libros, la gente, muy leída, todavía atiende y dice: «¡Anda, mira!» cuando reconoce un nombre, pero en el caso de los discos, que ya casi nadie compra (y puede que estemos entrando en una era en la que ya no esté tan de más recordarle al respetable que los discos se venden, que existen físicamente, y que, a veces, hasta da gusto verlos y palparlos de lo bien que se lo curran), son poco menos que mensajes lanzados al vacío. Sin embargo, los cotillas manifiestos, como yo, conventilleros desde la mismísima cuna, nos declaramos incondicionales de esos textos que, a veces, y sobre todo cuando se trata del cuadernillo de un CD, a estas edades que uno ya arrastra, hay que leer con lupa (y no porque sea uno aficionado a encontrar trampas o dobles sentidos, sino porque no hay quién los lea de lo minúscula que suele ser la tipografía). Los hay para todos los gustos: tediosos, funcionariales, ocurrentes, divertidos, largos como mamotretos rusos, cortos como silogismos de un rumano mohíno, excesivos, pantagruélicos, sobrios, emotivos, qué se yo, como en la vida misma, supongo, o como en los Goya (bueno, no, como en los Goya no, digamos mejor como en los Óscar, donde a veces aparece un Robin Williams o un Roberto Benigni que te alegra la noche; por aquí somos casi siempre más de listados interminables que parecen más bien retahílas de disculpas —cuando no nos hacen pasar mucho sofoco con sus soflamas políticas adquiridas de oferta en el bazar de abajo—: coño, te han dado el premio porque te lo mereces, no des las gracias a nadie, alégrate, si acaso quédate a gusto con un impreciso «¡Va por ustedes!» en el que quepa hasta el Santísimo Padre y lánzate a por los canapés, así lo mismo las ceremonias dejan de tener escalas temporales geológicas). El caso es que suelen resultar bastante reveladores. Dios suele aparecer al principio (en los discos de música country puede que más que en ningún otro género). Y también los padres de uno. Porque de bien nacido es ser agradecido. El apartado familiar, en una profesión tan enojosa como la del músico, tan de estar siempre yéndose, perdidos por los pueblos y las pedanías, tan de carretera y manta, tan de «viaje a ninguna parte» y de «recogimos las cosas y cuando llegamos al hotel ya era muy tarde para llamarte», suele ser bastante abundante: maridos, mujeres, hijos, perros, etc… La cosa se pone interesante cuando empiezan a hacer acto de presencia las influencias y los héroes personales. Los gigantes a cuyos hombros se les permitió subirse para mirar y llegar más lejos. En este sentido, en el disco que nos ocupa de Brit Taylor, aparecen dos nombres fundamentales, las dos malas bestias que lo producen: David Ferguson (de quien ya dimos buena cuenta en la reseña de hace un par de semanas, artífice, entre otras glorias, de las inmortales American Recordings de Cash y Rubin), «gracias por creer en mí lo suficiente para hacer que este bola rodase», y Sturgill Simpson, «por ser un auténtico amante de la música y haber cumplido siempre tus promesas. Tu fe en mí ha prendido una confianza personal que, hasta hoy, jamás había tenido». El disco en cuestión es cien por cien Kentucky (con sus toques de bluegrass de los Apalaches —el violín, la mandolina y el banjo de Stewart Duncan dejan desde el primer corte, «Cabin in the Woods», su portentosa impronta—, su sonido retro del pop country de las tres décadas gloriosas, cincuenta, sesenta y setenta, y el countrypolitan sesentero, referencia básica para ella, de los discos de Bobby Gentry), y sobre las diez canciones que lo conforman planea la sombra inmensa de Loretta Lynn, a quien Brit Taylor, natural de Hindman, Kentucky, cerca de la Ruta 23, más conocida como la «Autopista de la Música Country» por la cantidad de inmensos artistas que han crecido a su vera, gente como Ricky Skaggs, Tom T. Hall, Chris Stapleton, Tyler Childers, Patty Loveless y la propia Loretta Lynn, a la que, como iba diciendo, ama y venera (también sobre el álbum se cierne, en las sonoridades del country pop del que hacíamos mención unas líneas más arriba, la figura tutelar del inmenso Glen Campbell). «Kentucky Blue», título de la canción que da nombre al disco, surge, no en vano, del «Blue Kentucky Girl», el hit del 65 de «la hija del minero del carbón», y su rastro puede entreverse no solo en las melodías y en las letras, sino también en la cubierta del disco, con ella luciendo un vestido largo, en el porche de una cabaña con mecedora, guitarra y perro. Además, este Kentucky Blue lo ha sacado en su propio sello, Cut a Shine Records, porque los tiempos han cambiado y se acabó ya lo de andar rindiendo cuentas a los directivos de turno (conviene advertir que es cinturón negro de kárate, así que tonterías las mínimas). Es su segundo álbum, después del Real Me (2020) con que debutó (en el que se incluían cinco temas compuestos mano a mano con Dan Auerbach, otro de los sospechosos habituales que anda colándose últimamente en casi todos los fregaos que nos gustan), en la época en que, tras firmar con una editora musical en Nashville, decidió que, y cito textual: «prefería limpiar retretes mierdosos a seguir escribiendo canciones de mierda». El 22 de marzo de 2023, debutó en el Opry. Y desde allí mismo se lo cantó a la ciudad sin cortarse un pelo. «En esta ciudad ya no hay cowboys», declara en el tema «No Cowboys» encajándole una tremenda llave de brazo voladora a los vaqueritos y vaqueritas horteras del infecto sonido mainstream de Nashville, con sus pantalones de marca ajustados, sus camisas petadas, sus camionetas monstruosas, sus sombreros de gilipollas (citando a Kinky Friedman) y sus poses «zoolanderas» de disminuidos mentales. Brava, Brit Taylor. Bravísima. #jefaza #putoamismoextremo #sincuidaoninguno y #alovivo.