Savage On The Downhill
(Two Red Doors Publishing, 2017)
Hay algo adictivo aquí. Hay discos que te agarran del pescuezo luego, no a la primera escucha, sino luego, cuando ya los llevas oídos varias veces, cuando tu paladar se adapta al sabor, como cuando eras crío y detestabas la cerveza que tu padre tanto frecuentaba (y ahora no hay quien te la quite de la mano). O al revés, discos que te entran a la primera y que luego van perdiendo fuelle, como esa primera pastilla o esa primera esnifada que después nunca vuelve a ser igual y luego vas y te jodes la vida tratando de recuperar aquella primera experiencia. También hay discos que detestas al primer acorde y los seguirás detestando de por vida, como aquel pescado repugnante que te sirvieron una vez en ese restaurante chino, que ni te hizo falta probarlo, ya solo por el olor y el aspecto sabías que ese pez mutante te iba a sonar fuerte a Country Music Channel o a «indie» (indiegesto). Y luego están los milagros. Los discos que te sacuden desde la primera canción y ya no te sueltan, que no pierden el sabor por más que intimes con ellos, que desde el primer momento te parece que llevan resonando en tu corazón desde antes incluso de que nacieras. Canciones que entiendes como formulaciones lógicas, como arquetipos, patrones universales derivados del inconsciente colectivo, contraparte psíquica del instinto, más cosa de mitos, religiones y sueños, que de estudios de grabación, cadenas de radio o tiendas de discos (aunque, sobre todo estas dos últimas criaturas, las cadenas de radio en las que podías oír música que no fuera charcutera, o las viejas tiendas de discos, tengan, lamentablemente, mucho de mito y de sueño: especies extinguidas o en vías de extinción, pterosaurios). Algo, en definitiva, que estaba ahí desde mucho antes de que nosotros defecásemos sobre el planeta. Y no podemos más que suscribir lo que leímos por ahí al escuchar este portentoso disco de Amber Cross. Desde que arranca su voz, uno cree estar escuchando una de esas viejas grabaciones de archivo del Instituto Smithsoniano. Esa «voz antigua, clara y cautivadora, como un músculo fuerte, bordeado de encaje». Canciones sencillas sobre las luchas diarias. Poder y emoción. Artefactos que te dejan con hambre de más. Y que no te cansas de escuchar porque se dirigen a algo que está muy dentro de ti, que conoces, que te revuelve las tripas, como si ella hubiese estado hurgando en tu buzón. Desde el gospel de la pequeña iglesia de un pueblo de Maine en la que su padre predicaba y su madre tocaba el piano, hasta la música que la acompañó en sus viajes por Nuevo México y por la costa de California (Ramblin' Jack Elliott –Amén–, Jerry Douglas, Gurf Morlix, Mary Gauthier –Amén, otra vez–), todo está ahí. Con su primer disco (You Can Come In, 2013), la revista inglesa Country Music People lo tuvo claro: «a los 30 segundos sabes que estás experimentando algo muy especial», algo muy extenso en su sencillez, una suerte de pequeña vastedad. Bluegrass, Apalaches, country, honky-tonk. Más que música te parece estar oyendo una suela de goma sobre la grava, el propio paisaje, el polvo amarillo y la carretera de tierra, el desierto. Respeto profundo y trabajo honesto. Música de callos y herramientas. Tim O'Brien, que presta su violín para uno de los temas de este Savage On The Downhill, definió muy bien su estilo de cantar: «Sin gilipolleces». Nos quedamos pues, con permiso de O'Brien, con esta ajustadísima etiqueta. Ni americana, ni folk, ni country. Este disco solo lo encontrarás en la sección «No Bullshit» (que ojalá existiera). Y además lo produce Ray Bonneville (hablando de dejarse de gilipolleces). Así que, parafraseando a Dwight Garner cuando hablaba de Sobre el Fuego, de Larry Brown: si este disco fuese un restaurante, iría a comer todos los días. Y, de hecho, lo hago. Tengo mesa reservada. ¿Lo de siempre? Lo de siempre. Y bendito sea.