CODY JINKS

I'm not the Devil

(Cody Jinks, 2016)

Algo sucedió en Los Ángeles. Papá, muchos años antes, en Halton City (Texas), escuchaba persistentemente a Johnny Cash, a Waylon Jennings y a The Hag (el inmenso Merle). Eso era lo que sonaba en la radio de casa a todas horas y esos fueron los primeros riffs que aprendería Cody Jinks a los dieciséis en su guitarra, pero la adolescencia, claro, que es esa cosa tan poco country (ni siquiera en su vertiente más «outlaw»), el instituto y el propio estado de Texas le conducirían irremisiblemente (como a tantos de nosotros, aunque sin Texas en la receta pero, por ejemplo, con el Madrid de los ochenta, que también tenía bemoles) al heavy metal. Su primer paso profesional fue una banda de thrash que formaría unos años más tarde, en 1997, en Fort Worth, los Unchecked Agression, que gastarían mucha suela hasta ver publicado el que sería su primer y único álbum, The Massacre Begins (2002), un año antes de que la masacre acabase (con ellos). Porque, en efecto, en el 2003, sucede algo en Los Ángeles. El grupo saca disco, se va de gira a L.A. y, acto seguido, sin solución de continuidad, se va a la mierda. La vieja historia de irse a Los Ángeles y mutilarse. Alcohol y peleas internas. Cosas del acné y de la rabia. Jinks, asqueado, abandona la música durante un año y luego, en el 2005, vuelve poco a poco a sus raíces y retoma la música country con la que se crió. David Allan Coe como referencia. Pasarían siete años hasta que grabase su primer disco, 30, con los The Tone Deaf Hippies cubriéndole las espaldas. Otros cuatro años hasta este I’m Not The Devil que le ha puesto, definitivamente en el mapa. Barbucia, pelo largo y tatuajes. Pensamos en Chris Stapleton, en Jamey Johnson y en Whitey Morgan. Lo de «trash» lo mantiene, como sentimiento. Esto no es pop-country. La actitud «outlaw» respira en cada corte. Hay incluso una formidable versión del inmenso Merle Haggard. Es el country que, en estos últimos años, con un pie metido en el mainstream, está dignificando el género entre toda esa mierda que desborda en la radio. El country que mira al pasado con una nueva actitud (que quizá, simplemente sea de honestidad). Un álbum oscuro y profundo. Sin concesiones. Mezclado, además, por Ryan Hewitt, que sabe muy bien de qué va el tema (y si no que se lo pregunten a los Red Hot Chili Peppers, a los Avett Brothers, a los Lumineers o a Flogging Molly). Tonterías las mínimas.