Tuscola
(Steppin’ Stone Records, 1999)
En otro momento hablaremos de los Sharecroppers y de su siguiente encarnación, la Good Medicine Band (porque ya había por ahí haciendo ruido otra banda de «aparceros»), el granero de Texas donde se generaron buena parte de las canciones que componen este deslumbrante Tuscola, un álbum que Nathan Hamilton tardó en cosechar la friolera de 10 años (lo cual nos situaría allá por 1989; y a saber las mierdas que estaríamos escuchando por aquel entonces). Y si me decido a empezar por Tuscola es porque este álbum, junto con el Girl From Arkansas de Rod Picott, el Last Call de Stephen Simmons, el Flowers and Liquor de Hayes Carll y el Not Forgotten de Malcolm Holcombe, que entraron el mismo año en mi lector de CDs (y aún no se ha recuperado), en algún momento del 2004, marcaron un importante punto de inflexión en mi vida (y supongo que en la vida de quienes me toleran, claro, entre ellos mi perra, que ladra cuando algo no le gusta, como el vecino de al lado); algo muy parecido a lo que ocurrió tras el visionado obsesivo (y extremadamente compulsivo) de Heartworn Highways (¡Amén!). De golpe y porrazo, todo dejó de ser solo Cash, Waylon, Kristofferson, John Prine y las malas bestias que nos descubrió el poco menos que germinal documental de James Szalapski. Después de escuchar aquellos cinco discos, ya no hubo vuelta atrás. De los otros cuatro ya hablaremos también en otro momento. Hoy quiero detenerme en Tuscola, el de Nathan Hamilton, por ser el primero de él que cayó en mis manos, el disco con el que debutó en solitario, si bien es cierto que con algunos de los pistoleros de los Sharecroppers cubriéndole las espaldas (luego perpetrarían el que para mí es, sin duda, el mejor directo de todos los tiempos: LIVE at Floore's Country Store, pero ese es otro tiroteo). El bueno de Nathan procede de Abilene, Texas, de escuchar a Ray Price en el asiento trasero del coche de su padre, que militó en varias bandas country, haciendo versiones de Jimmie Rodgers y de Hank Williams. Como tantos otros, Hamilton debutó de niño en la iglesia, con seis añitos, acompañando a su padre que, claro, era del este de Tennessee (ergo: bluegrass y música de montaña). Su hermano mayor siempre fue más de Elvis Costello y tocaba el bajo con los Tornado Alley de Jesse Taylor, gente tatuada y de pelo largo que, a veces, se quedaba a dormir en su casa, camino del siguiente bolo. Súmesele a eso una breve estancia en Los Ángeles (Peter Case, Warren Zevon, toda esa panda…) y la vuelta a casa para formar los Sharecroppers con un amigo de infancia. Agítese y obtendrán Tuscola. Solo añadir que, con excepción de «Two Penny Vengeance», narración de un auténtico storyteller, muy al estilo Joe Ely, el resto de las canciones del disco, más que historias, son retazos de momentos, y sus letras desprenden un intenso lirismo. Nathan Hamilton es también artista plástico y eso, de alguna manera, parece transmitirse en sus canciones. Ahora lo tengo un poco perdido. Sacó un par de discos extraños y desde el 2011 anda desaparecido en combate. Estoy por empapelar la ciudad con un cartel de WANTED (rather alive).