Make It Through This World
(Sugar Hill Records, 2005)
Que la vida está llena de mierda no es ningún secreto. Hay varias cosas que lo demuestran. Donald Trump y su concierto de investidura, sin ir más lejos. Y la revista Rolling Stone, que en su día puede ser que fuera lo que fuera, pero hoy ya ni por el forro. El caso es que a principios de esta semana amanecimos con la dolorosa noticia de la muerte de Greg Trooper (cáncer de páncreas; yo calculo que probablemente agravado ante el descubrimiento del setlist del concierto de Trump y la prefiguración del horror que se nos viene encima…), un grande (y doble o triplemente grande por lo buena gente que era; recuerdo hablarlo con Jesús Llorente, cuando lo trajo al Tanned Tin, joder, qué pena), y a los beneméritos sabios de la susodicha revistucha, tan mítica ella, no se les ocurrió otra cosa al dar la noticia, porque el mundo es así de feo, que decir que había muerto a los 61 años uno que escribió canciones para Vince Gill y Steve Earle. Lo de Steve Earle todavía, porque nos gusta. Pero lo de Vince Gill (aunque no nos caiga mal) tiene delito. ¿Para qué mencionar que Greg Trooper grabó 13 discos y que cualquiera de ellos vale cien veces más que toda la carrera del señor Gill (sí, ya sé, qué voz, pero por aquí no somos muy de voces, nos conmueven otras cosas…)? Pero claro, para titulares siempre mandará el mainstream y el apurado perfecto. Uno que hizo canciones para otros y al que una vez le produjo un disco Garry Tallent, el bajista de la E Street Band. En fin. No nos hagamos mala sangre… Parece que fue ayer, aunque ya hayan pasado 12 años, cuando cayó este Make It Through This World en mis manos, reconozco que dejándome llevar por la cubierta (solo después, al darle la vuelta, me decidiría del todo al ver que lo producía Dan Penn y que había una canción titulada «Green Eyed Girl»; he de decir que siempre me han gustado las canciones que hablan de chicas de ojos verdes –dato que aprovecho para excusarme por lo terriblemente subjetivo que es todo esto, lo digo por si hay algún redactor de la Rolling Stone en la sala–). Como Springsteen, Greg Trooper fue un «chico confuso» de New Jersey. En los setenta frecuentó mucho los locales del mítico Greenwich Village antes de mudarse a Texas y a Kansas para acabar con su guitarra en Nueva York, grabar sus dos primeros discos y llamar la atención de Vince Gill y Steve Earle, que grabarán sendas canciones suyas a finales de los ochenta y lo pondrán en el punto de mira. De hecho, no tardará en firmar un contrato con CBS/Sony y se instalará definitivamente en Nashville, donde acabará convirtiéndose en esa cosa tan enojosa que suele denominarse «músico de músicos» (otra manera de decir que no lo conoce ni Dios), admirado por gente como Buddy y Julie Miller, Rosanne Cash, Lucinda Williams, Duane Jarvis, Steve Forbert, Kevin Gordon, Billy Bragg y Emmylou Harris, entre otros. Y así, trabajando duro, canción a canción, hasta llegar a este disco, el octavo, en Sugar Hill Records, el famoso sello especializado en bluegrass, donde nadie se anda con tonterías. Un disco en el que de su sagrado triunvirato, Bob Dylan, Hank Williams y Otis Redding, es este último el que más se percibe (Dan Penn tendrá buena parte de culpa, después de producir a Solomon Burke, Irma Thomas y The Box Tops). Soul con groove de Memphis y un toque de country con salpicaduras de steel guitar y ese dobro que tanto nos escalofría (me invento verbos sin despeinarme, sí, ¿qué pasa?). Y a buen seguro las mejores canciones (pequeños relatos) de toda su discografía. Mucha clase y un gusto exquisito. Le echaremos mucho de menos («Un yanqui de New Jersey en la corte del rey Acuff» como lo llamaría en 2001 Jim Musser en aquel maravilloso artículo de la revista No Depression –y esta sí que es una buena revista, por cierto–). Y además era un tipo simpatiquísimo. Sí. Joder. Qué pena. Anda que no hay otros por ahí para morirse.