LUKE BELL

Luke Bell

(Thirty Tigers, Bill Hill Records, 2016)

Lo que leí, me encantó. Decían que sus canciones tenían la calidad de los relatos de Hemingway, «si Hemingway hubiese deseado ser Hank Williams en vez de un borracho de una isla». Suficiente para despertar nuestra curiosidad. Además, nada en Luke Bell es impostado. El tosco regreso al tradicionalismo country. Los toques honky-tonk. Los solos de steel-guitar. La retumbante voz de barítono. El sombrero cowboy (a veces transmutado en gorra sudada de camionero)… Todo volvía a recordarme aquel glorioso aforismo de nuestro venerado Kinky Friedman: «Solo hay dos clases de personas que llevan sombrero cowboy, los cowboys y los gilipollas». Pues bien, este tío no es un gilipollas. Es un auténtico cowboy. Se crió a una hora de Yellowstone y aún continúa pasando los veranos en el rancho de sus abuelos en Shell, Wyoming (muy cerca, por cierto, de la tumba de uno de los cowboys falsos más célebres de la historia, Buffalo Bill Cody; un gilipollas en toda regla, según la calificación del señor Friedman). Levanta cercas, trabaja con los caballos, almacena heno, cava surcos de aguas residuales y arregla tanques de agua. Todo en él desprende autenticidad. El acento, la bebida, la juerga, la caballerosidad, la soledad («marca de nacimiento de los espíritus errantes»), «la risa y el corazón roto del que se ríe dejando claro que lo de estar tan jodido no es, ni mucho menos, cosa de risa», según apuntaba la gente de Daytrotter. En su sonido hay influencia de Bakersfield, raíces de Wyoming y vínculos con Nashville, donde estuvo tocando una vez por semana en el Santa’s Pub (verdadero santuario de la música country tradicional situado en el 2225 de la avenida Bransford; si vas por la I-65, gira en dirección este por la avenida Wedgewood, como si fueras al recinto ferial, y luego a la derecha por Bransford; te lo encontrarás a mano derecha, a unos cuatrocientos metros, no tiene pérdida, es un vagón profusamente decorado con motivos de Santa Claus, muy hortera todo. Tiene aparcamiento y karaoke; abre todos los días de las cuatro de la tarde a las dos y media de la madrugada, no se acepta tarjeta y la cerveza cuesta dos pavos; tocar ahí es Vietnam, nada mejor para curtirse). Él mismo dice que creció rodeado de toda clase de música, como cualquier hijo de vecino. Le encantaba Nirvana y el punk rock. Pero lo que más le tiraba era la simplicidad y la atemporalidad de la música honky-tonk. Hay muchos tipos de música que examinan la condición humana, sostiene Bell, pero el honky-tonk incorpora un analgésico sentido del humor. Puedes reírte de ti mismo. Sus canciones hablan de gente que ha sido mil veces arrollada por la vida, arrastrada entre las zarzas… Gente con recuerdos embarazosos que probablemente requieran una botella, porque nadie más te va a echar un cable. Este es su tercer álbum (la mitad de las canciones proceden de su primer intento discográfico por Bandcamp, Don’t Mind If I Do) y ya ha abierto para Dwight Yoakan, Willie Nelson y Hank Williams Jr. Repetimos, no es ningún gilipollas.