50 Years of Blonde On Blonde
(Columbia, Nashville, 2017)
En enero de 2016, Peter Cooper, del Country Music Hall of Fame® and Museum, se topa con Ketch Secor, de los Old Crow Medicine Show, en una tienda de discos de East Nashville y le hace la proposición indecente: colaborar en la celebración del cincuenta aniversario de la grabación del Blonde On Blonde (1966) de Dylan. A los pocos meses, el 12 y el 13 de mayo, los Old Crow interpretan el álbum entero, de cabo a rabo (el primer álbum doble de la música pop, 43 páginas de letras para memorizar; eso, dice Secor, fue lo más jodido) en el CMA Theater y el 28 de abril se edita la grabación en vivo de lo sucedido en aquellas dos veladas. Del disco de Dylan poco se puede añadir, la secta dylanita ha hecho correr ríos de tinta sobre lo que es y supuso. Para los Old Crow, sin ser ni por asomo su álbum favorito de Dylan, tiene una significación especial que prima por encima del resto. Dylan tuvo los huevazos de grabar en Nashville lo que Secor ha llamado «su reencontrada voz rocanrolera». Y al hacerlo abrió de par en par las puertas de la música country. Dentro olía fuerte a naftalina. Con su irrupción, ventiló el cuarto. Desapolilló los armarios y los altillos. Le quitó telaraña a la cosa (que bien que le hacía falta). Y gracias a aquel desenfado, aunque la puerta volviese poco a poco a cerrarse, fue posible que cosas tan luminosas y entusiasmantes como los Old Crow Medicine Crow, antes de que alguien se inventase la etiqueta prestigiosa del Americana, con sus banjos, sus violines y su fanfarroneo camorrista de banda acústica con actitud punk, nueva piel para la vieja ceremonia, se colasen por la rendija. Tampoco ellos lo tuvieron nada fácil para encontrar la aprobación de la rancia y herrumbrosa comunidad Nashvillita. Blonde on Blonde, medio siglo después, para los OCMS era, claramente, el esqueleto oculto en el armario, el hijo bastardo de Nashville. Un disco que invitaba a hacerle un calvo a la escena del Music Row. ¡¿Cómo no celebrarlo?! Eso sí, amplificando un poco la cosa, claro, metiéndole energía y velocidad. Country, folk y rock n’ roll, tanto acústico como eléctrico, con sus dosis de hillbilly y de hokum (a lo minstrel show anfetamínico), impulsado por un poco de góspel y de blues a lo Hava Nagila... El resultado es dispar, pero la energía es incontestable y, desde el principio, te tatúa una sonrisa en la cara. Te jode no haber estado allí. Maldita sea. Pero algo ha quedado en los surcos. Cuanto más se alejan de Dylan, cuando más suenan a sí mismos, mejor es el resultado, como en el caso de la gloriosa versión de «Obviously 5 Believers», que levanta a los muertos de sus tumbas. Aunque hay momentos de rendición absoluta al original, muy emotivos, como en «4th Time Around»… Y todo esto para decir que en los tiempos que corren, de tan poca originalidad y tan baja estima (discos infumables de dúos, recopilatorios, directos innecesarios o la mamarrachada de volver a grabar un disco antiguo, como resulta que ahora ha hecho nuestra admiradísima Lucinda Williams –aunque seguro, en su caso, que con un resultado más que admirable–, de alguna manera hay que facturar, amigos, que lo de la música está cabrón…), un disco como este, en espera del siguiente álbum de estudio que andamos esperando como agua de mayo, es muy de agradecer. Sin tonterías. Respeto y admiración. Y la felicidad de saber que Mona Lisa sigue con los blues de la carretera…