Things Fall Apart
(Checkered Past Records, 1997)
«DESCARGO DE RESPONSABILIDAD: estas son canciones, no instrucciones. No recomiendo ni abogo por el asesinato, el suicidio ni la violencia de ninguna clase. Si, tras la escucha de este disco, alguien se siente forzado a matar, mutilar o dañar de algún otro modo a su esposa/a sí mismo/o a otra parte pertinente o no pertinente (incluyéndome a mí), por favor, baja el arma, el cuchillo, el martillo, la horqueta, etc… descuelga el teléfono y llama al centro de salud mental o de intervención de crisis más cercano. Gracias. Fdo. Lonesome Bob». Con esta advertencia saludaba Bob Chaney, Bob el Solitario, desde la carátula del primero de sus dos únicos, colosales, discos (hasta la fecha), en 1997. Dos embestidas de country rock blue collar, seco, árido y rasposo, de taller mecánico y fábrica de piezas de recambio, de noches de six-pack, insomnio y sueños rotos. Bajo, guitarra (del inmenso Tim Carroll) y batería. De vez en cuando un banjo o una mandolina. Y la voz, también árida, de Allison Moorer un año antes de debutar con su Alabama Song… También podría haber elegido hablaros de su segundo disco, el de después de la muerte de su hijo, lleno de horror, lleno de cicatrices, el impactante Things Change (2002), con ese desgarrador «In the Time I Have Left», que ayer mismo por la noche volvió a dejarme desolado y abatido (no me acordaba y el puto modo aleatorio me volvió a pillar por sorpresa, a bocajarro, ¡ouch!); pero mejor empezar por el principio. Por el «Love is no Blind» con el que se abre el disco con el que debutó, con esa voz poderosa y profunda que Peter Cooper, desde las páginas del No Depression, describió como de «Waylon con un trabajo de día que le toca mucho los cojones». Bob es enorme, en todos los sentidos. Un físico imponente. Por eso se ganó de joven, cuando jugaba al baloncesto, el apodo de Chopper, como el personaje de dibujos animados de Hanna-Barbera, aquel bulldog de color blanco, espaldas anchas, grandes mandíbulas y gran fortaleza. De aspecto feroz cuando se enfada, pero un trozo de pan bondadoso cuando está con su chica… A los 18 aprendió a tocar la guitarra y empezó a escribir canciones. La influencia del country la heredó de su padre, criado en un tabacal de Virginia. A los 19 militaría en una banda junto a Ben Vaughn, los Hairy Geretz, más tarde rebautizados como los Gertz Mountain Budguzzlers, mitad country, mitad Zappa, mitad Captain Beefheart. De aquel entonces el sombrero cowboy que le adjudicaría el mote para siempre (alguien dijo: «Mira, por ahí viene Bob, el Vaquero Solitario»), aunque no tardaría en cambiarlo por una gorra de béisbol. La banda se fue a la mierda y la primera mitad de la era Reagan, Lonesome Bob ejerció de marido y de padre, currando por la noche de guardia de seguridad y cambiando pañales por el día. Vaughn volvería a rescatarlo para la música en el Ben Vaughn Combo. Vida de carretera y matrimonio a la cuneta, como un coyote atropellado. Aquel Combo también acabaría disolviéndose tras un bolo inhóspito en California. Bob recabó en Nueva York. En el 93 los Mekons le oyen cantar en el salón de alguien y versionan su tema «Point of no Return». Es la época en la que el punk redescubre las raíces country y todo estalla. Una época gloriosa. De allí, a Nashville, con unas cuantas canciones, algún que otro número de contacto y una chica (la madre de su segundo hijo) que en menos de un año se larga. «A tomar por culo tú, tu música y las barras de bar». Vida de subsistencia, decepciones y la canción «The Plans We Made» que incluiría la buena gente de Bloodshot Records en el recopilatorio Bloodshot's Nashville: The Other Side Of The Alley, álbum fundacional del «nuevo country alternativo» que le llevaría a firmar con el sello Checkered Past, de Chicago, para su primer disco, del que a pesar del éxito unánime de crítica (hasta en la revista Playboy), no llegó a vender ni mil copias. En agosto Bob lo deja, no lo ve, el disco sale en octubre y a finales de noviembre está limpiando ventanas. En diciembre su primera ex-mujer le llama para decirle que su hijo Zach, heroinómano, está en una clínica de rehabilitación. Eso une brevemente a padre e hijo, hasta que la hepatitis, una puta aguja sucia, acaba con la vida de este. También acaba con la música. Temporalmente. Porque años después será el germen de su segundo (último hasta la fecha) disco, demoledor, tras un período de luto limpiando ventanas, atendiendo mesas y vendiendo alarmas. Desde entonces le hemos perdido la pista… Allison Moorer, citando un verso de «In The Time I Have Left» que dice: «The battles I have fought have left me alive, but alone», lo ha comparado con Kris Kristofferson. Y es la que mejor lo ha sabido describir: «Nunca lo había oído así expresado, esa condición de haber pasado por relaciones sentimentales, haber sobrevivido a todas las rupturas, ser fuerte y poder con ello, pero mirar a tu alrededor y ver que no te queda más que tu estoicismo y tu orgullo. Bob cogió un clavo, lo golpeó con un martillo y ahí está, ahí sigue, en la pared».