Oklahoma / Dust & Wind: Flatland Murder Ballads And High Plains Hymns
(Autoeditados, 2016)
Me viene a la cabeza aquel disco tan bizarro que grabó Johnny Cash dándose un garbeo por el Gran Cañón. Sonido de viento y polvo, pisadas en la tierra, coyotes. Quizá eran otros tiempos, otra lentitud, otras inquietudes. La industria de entonces lo asumió. Quizá fuese algo que solo podía permitirse alguien de la talla de Johnny Cash, más grande que la vida… El caso es que a Charlie Stout, básicamente (no nos andemos con eufemismos), se la suda todo, y bastante. Y eso es algo digno de celebrarse. Porque de veras que hace falta gente así. Kamikaces que le hagan un buen calvo de vez en cuando a la industria. La tarde del 15 de julio de 2015, Charlie Strout, natural de los Apalaches, condujo desde su nuevo hogar en Lubbock, Texas, a la Iglesia de los Primeros Presbiterianos de Taiban, un pueblo fantasma de Nuevo México (célebre por ser el villorrio donde Pat Garrett capturó finalmente a Billy el Niño el 23 de diciembre de 1880), con una guitarra, una grabadora de ocho pistas y un puñado de buenas canciones: baladas homicidas de las grandes llanuras y unos cuantos himnos de las altas planicies, temas que se dispone a grabar con fondo de desierto, grillos, viento, carretera y silbato de ferrocarril (Dust & Wind); más un «bootleg» en directo grabado con un iPhone 5 desde los suelos crujientes del escenario del Goddard Center de Ardmore, Oklahoma, el 27 de noviembre (Oklahoma), abriendo para los Damn Quails. Todo de lo más casero, lo-fi y fronterizo que se pueda imaginar. La verdad al desnudo. La cruda demostración de que, al final del día, lo que queda y lo que cuenta es el puro hueso de la canción. Lo demás son pamplinas. Y no puede haber nada más forajido. Quince minutos finales de polvo y viento. A ver quién es el valiente que se atreve con algo así. Ni Bruce Springsteen con su folk oscuro en Nebraska, ni el Ryan Bingham de su primer Mescalito. Johnny Cash hace ya tiempo que se fue. Habría sido el único. Canciones que se ocultan en una iglesia abandonada hace más de un siglo en medio del desierto. Canciones que huyen de la ley o esperan sentencia en el banquillo. Canciones que buscan alguna clase de redención. Igual que aquella banda desastrada, ya fantasmal, de Billy el Niño al final del camino. No podían haber encontrado mejor sitio donde guarecerse. Dos álbumes para escuchar en la soledad (a ser posible después de haber cometido un crimen). Música casi confesional que no estará jamás en las listas de ningún jukebox. Música de sentir que se acabó la fiesta, de oír las pisadas del viejo Garrett acercándose por el pasillo para descerrajarte un tiro entre ceja y ceja. Música que bordea lo mítico en su casi desgarradora sencillez. Música de bolsillos vacíos. De no quedarte balas. De no tener para pagar mezclas ni filtros. Sin romanticismos. «El desierto es mi estudio. Puedes oír cómo cambia el sonido de los grillos porque la temperatura del desierto baja al caer la noche. Esa es mi banda». Hombre con guitarra y banda de grillos entumecidos. Inmenso Charlie Stout. Solo ante el peligro.