THE NATIONAL RESERVE

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Motel La Grange

(Ramseur Records, 2018)

Hay un bar en Brooklyn. El Skinny Dennis. Está en el 152 de Metropolitan Avenue. Un honky tonk en pleno corazón de Williamsburg, «el pequeño Berlín», el barrio de Will Eisner y de la trilogía (aún por traducir) de Daniel Fuchs. Los viernes por la noche la barra se llena de moscones borrachuzos. Desde hace cerca de media década la misma banda de bar (dos guitarras, órgano, bajo y batería) se dedica a incendiar el ambiente durante no menos de cuatro horas (cinco años afilando cuchillos, cinco años en los que para oírse en medio de tanta jarana y sonar más o menos bien hay que estar muy atento a la mínima expresión del resto del grupo, y está demostrado que no existe mejor manera de curtirse, algo que solo se aprende en los rincones de ciertos bares, no en esas salas tan de té y tofu donde parece que se ofician misas y a la mínima que te muevas ya tienes a un sensible indignado chistándote a bocajarro). Legalmente, el garito tiene un aforo de sesenta borrachuzos. Cuando la banda toca, sudan y se aprietan cerca de doscientos (que vaya ahora el del tofu a decirles que se callen y que respeten al artista, a ver si hay huevos). Se han conocido en el Bitter End, el club del Greenwich Village que tantas leyendas ha forjado desde su apertura en 1961, adolescentes de Philadelphia y de South Jersey que han abandonado los estudios y que se dedican a dar bandazos por las calles de un Manhattan que todavía se resiste a desaparecer bajo el peso de lo macrobiótico. Hasta su configuración final habrá muchas deserciones. Diferencias de implicación, de compromiso, de dieta o de ambición. Cualquier banda de rock es al final un dramón provinciano muy de novela de Austen o Brontë. Cualquier banda de rock acaba siendo siempre un Orgullo y prejuicio o un Cumbres Borrascosas. Hasta que solo quedan los más persistentes, puede que los despojos (según quién cuente la historia), los que o bien lo tenían muy claro desde el principio o bien los que no tenían ni dónde caerse muertos. Los despojos, en cualquier caso, siempre será un buen nombre para una banda de rock (para cualquier banda de rock que sobreviva la frontera de los cinco años); algo que nace de la desesperación, la resistencia y la cabezonería; lo que queda después de muchas cicatrices, en definitiva: lo amoratado. Y al final son tantos los temporeros que han ido dejando su rastro viscoso por la alineación de la banda que van a ser los miembros de otra banda igualmente amoratada, después de un concierto en D.C, los que soltarán de pasada y como quien no quiere la cosa el comentario que terminará dando nombre al grupo (la parte más enojosa de todo este percal: llamarse de algún modo que no provoque tristeza ni risa). «Joder, es como si tuvieseis una reserva de músicos por todo el país». Tema resuelto. La Reserva Nacional. Y luego nada más (y nada menos) que mucha noche de viernes dándolo todo sobre una tarima sin atrincherar hasta que de entre los gloriosos borrachuzos del Skinny Dennis (lo que Sean Walsh, el líder de la banda, considera «el laboratorio») se destaca un tipo que dice que se llama Nathaniel Marro y que comienza a pegar la hebra con ellos. Y claro. «¿Tú quién cojones eres? ¿A qué te dedicas?». Respuesta: «Soy agente de contratación. Trabajo en Entourage Talent» (alguno se excusaría un momento para ir al tigre y consultar en Google si esa agencia realmente existe y qué lista de artistas maneja). Así que Tema resuelto nº2. Y ahora ya sí que sí, en muy poco tiempo su primer álbum: Motel La Grange, o lo que es lo mismo, en traducción un poco disoluta: Gloria Bendita.