WHISKEY WOLVES OF THE WEST

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Country Roots

(Rock Ridge Music, 2018)

A priori puede parecer que este disco cuenta con un gravísimo problema. Algo detestable y bastante irritante, se mire por donde se mire. Un handicap absolutamente intolerable (porque, básicamente, somos unos putos yonquis). Son solo siete canciones y el álbum dura un total de apenas veintiséis minutos. De repente, el disco acaba y te deja solo. Desamparado. Puede que hasta sangrando por la nariz. Puro síndrome de abstinencia. Ellos son Tim Jones, de Truth & Salvage Co. (la banda tutelada por Chris Robinson, de los Black Crowes, quien en su día les produjo su primer disco) y el gran Leroy Powell (la parte buena de Shooter Jennings –la mala es Shooter Jennings– y colaborador, bajo la producción de Dave Cobb, del inmenso Sturgill Simpson). Dice Jones que ambos tuvieron una cosa bien clara desde el principio: la primera línea de una canción tiene que agarrar al oyente por el cuello hasta el punto de hacerle pensar, «Guau, ¿qué ha sido eso?, ¡quiero más!», y luego hay que volver con treinta o cuarenta y cinco segundos de un coro fantástico para mantener el enganche. Vamos, lo que viene siendo un chute en toda regla. Powell sabe que ese es el secreto, en apariencia sencillo, de su «salsa sónica», junto a la increíble conexión que existe entre ambos, que ni siquiera tienen que hablar, un tándem en el que no hay egos ni discusiones, en el que la cosa fluye, no hay reuniones interminables ni llamadas intempestivas alrededor de la medianoche. La diversión y la espontaneidad son las únicas premisas. En el momento en que la cosa deje de ser divertida, apaga y vámonos. Ni sobreproducción ni concesiones al mercado. Todo muy de andar por casa (en pantuflas). «A veces sonará como si te estuvieses cayendo por las escaleras –sostiene Leroy–, pero cuando llegas al final y aterrizas sobre los pies, te aseguro que no hay nada más excitante en el mundo». Es música de precipitarse por las escaleras, de descalabrarse un poco, no música de bajar en ascensor. Y además es vieja escuela, aunque suene así de fresco, sonido trasplantado de aquellos míticos honky tonks de los años cincuenta y sesenta… Y todo esto para decir que, al final, ese handicap del que hablábamos al principio, no es un handicap en absoluto. Todo lo contrario. Nunca lo ha sido. Es más bien una maravillosa virtud. En ello hay un declarado homenaje a los viejos discos country de los buenos tiempos, de la época gloriosa de Waylon Jennings (Amén, siempre), cuando cada canción contaba y no había nada de relleno. Al final, algo que siempre te deja con ganas de meterte otro surco en las venas. No abruma. No hay sobredosis ni canciones superfluas. Solo están las mejores (y aquí hay una lección que ojalá muchos se aplicaran, puto mundo de «bootlegs» y «material extra»). Ansia de más y orgullo sureño.