Island
(Shotgun Records, 2018)
En diciembre de 2015, hace exactamente tres años, después de reseñar el portentoso The Legend of Tyler Doohan… and other tales of victory and defeat, en este mismo blog, Pete Berwick, pionero del «cowpunk» (muy admirado desde hace años en este rancho), tras una amable conversación por Messenger, se despedía diciendo: «My door is always open, bro. I am forever grateful!». Recuerdo haberle dado yo también las gracias en nombre de todos los que trabajábamos en la editorial por «giving a damn», algo que le extrañó mucho, porque no podía entender que pudiese haber alguien por ahí a quien no le importase un carajo que, en la otra punta del mundo y sin pedir nada a cambio, pudiese haber otro alguien por ahí al que sí le importase un carajo (su obra). Y todo esto para decir que Pete Berwick, aparte de músico extraordinario y escritor (ahora también actor), es, ante todo, un hombre de palabra, y eso, en un mundo como el que le vamos dejando a los que nos vienen pisando los talones, importa, y mucho (porque es cada vez más raro). El caso es que hace unos días volvió a escribirme. Me preguntaba si seguía dándole duro al saco de arena de Dirty Works, porque recordaba con mucho aprecio y agradecimiento la reseña del 2015 y quería mandarme su nuevo trabajo, Island, añadiendo que «those like you who write about me, don’t have to pay». Dicho y hecho. Su enlace llegó al momento. Y nada más pincharlo, desde el primer rasgueo de guitarra de «I’m getting tired of this place», una auténtica declaración de principios, la cosa me quedó meridianamente clara: estamos, posiblemente, ante su obra más honesta, sincera y descarnada hasta la fecha. La cubierta ya lo anuncia sin tapujos. En un crudo e inquietante blanco y negro, unos trozos desolados de roca y madera de deriva frente al mar, justo lo que, según afirma Berwick, son todas y cada una de las doce canciones que integran el disco, «piezas individuales de vida, amor, alegría y tristeza», un poco, también, como todos y cada uno de nosotros, islas al fin y al cabo, porque nacemos y morimos solos y lo que sucede entre medias, si nadamos o nos hundimos, ya es cosa nuestra. «La angustia, la amargura, la urgencia, el remordimiento y la furia son las islas solitarias de las que proceden mis canciones». En su caso, infatigable, Pete Berwick no ha dejado de nadar a contracorriente. Sabe muy bien que las canciones no pagan las facturas a fin de mes y aunque con cada nuevo álbum se promete a sí mismo que va a ser el último, que ya ha tenido más que suficiente del amargo, fatigoso y frustrante proceso de componer, grabar, promocionar y acabar descubriendo siempre que a la mayor parte de la gente, hablando mal y pronto y en traducción bastante libre (digamos incluso: libérrima) de sus propias palabras, se la suda («not giving a damn about it», porque, en efecto, el «sudapollismo» funciona en ambos sentidos); resulta que siempre vuelve a verse al cabo de dos o tres años de vuelta en el estudio, esclavo (jubilosamente, al menos para nosotros) de sus propias mentiras. Charlie Daniels ya se lo advirtió en su día: «Sé tú mismo», el único consejo que podía darle, a pesar de los bares y los clubes vacíos, porque al final es la única forma de dejar huella en este mundo de sosias y profilaxis. Él mismo, desde su colección de magulladuras y lesiones, se lo deja también muy claro a los jóvenes músicos debutantes: prepárate para afrontar una vida solitaria y miserable de rechazo y frustración, disponte a vivir, a morir y a sangrar por ello. El número de grandes artistas que han muerto en el anonimato es altísimo. Y si uno no está mentalmente preparado para unirse a su compañía, mejor dedícate a otra cosa. La fama hiede, la mayor parte de las veces. Y las canciones tienen que sangrar. No en vano, Pete Berwick es, además, boxeador amateur y todas estas lecciones las ha aprendido sobre la lona. Canciones como puñetazos directos al estómago y sin miedo a caer noqueado. Canciones desdentadas y doloridas. «No se puede matar a un hombre que ha nacido para la horca», ese ha sido siempre su lema. Y así es como suena precisamente su sexto álbum de estudio, su sexto asalto, con los Mugshot Saints en la retaguardia («los Santos Fichados»): a música de rebelión y resistencia. En el epílogo al libro Canciones tristes que no quieres escuchar, Vida y música de Townes Van Zandt, de José M. Gala, Berwick habla de todo esto al referirse a su canción favorita de Townes Van Zandt, «Big Country Blues». «Con sesenta años, después de casi cuarenta años moviéndome en las trincheras, me ha dado cuenta de la triste y al mismo tiempo realista encrucijada de mi vida, en la cual parece que no hay ninguna bifurcación en el camino, y en la cual todo parece llevarte siempre al mismo sitio; es el miedo y la ansiedad y la desilusión del negocio musical y la vida en general, y en esta canción Townes lo explica casi arañándote, escribiendo y hablando de un modo tan elocuente, y lo hace sobre todo, porque al final, todos nosotros estamos solos como en el infierno y no tenemos ningún sitio a donde ir, básicamente porque todos los caminos conducen al mismo callejón sin salida». Pero sí hay un sitio a dónde ir, Sr. Berwick: sus canciones. Así que aprovecharemos esta reseña para darle las gracias de nuevo. Gracias por seguir peleando. Gracias por seguir en el ring. Es un verdadero honor (y un privilegio) tenerle en nuestro bando. Porque el rock and roll era esto (o al menos así nos lo contaron).