VIVIAN LEVA

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Time Is Everything

(Free Dirt, 2018)

Desde 1990, en New River Gorge, West Virginia, se celebra anualmente el Clifftop (Appalachian String Band Music Festival) y desde que Vivian Leva tiene uso de razón no recuerda haberse perdido ni una sola edición. Crecer en los Apalaches tiene sus consecuencias. Imposible esquivar el violín o el trote del banjo. El virus del bluegrass campa a sus anchas en el ambiente. Por allí se canta como se respira. Se canta como se tose. Se canta como se orina. Al final, es cierto: como no remes fuerte al oír un banjo entre los pinos, te pilla. En el fondo es ese profundo sentido de la comunidad, algo atemporal (pese a todos los persistentes intentos de caricaturizar a sus gentes), como si el tiempo se hubiese detenido en el porche de alguien. La inmortalidad era eso: una mecedora. Las viejas melodías rondan como niebla entre los árboles, casi pueden verse, con sus cornamentas de ocho puntas, y, claro, no hay rifle ni insecticida que pueda con ellas. Pero también es cierto que las nuevas generaciones han estado escuchando otras cosas (músicas e historias, en Clifftop, por ejemplo, se reúne gente de colinas muy distantes, incluso con océanos de por medio: Americana, Cajún, Celta, Swing, Bluegrass, Dawg y hasta Reggae) y el círculo no se rompe, es más, se fortalece. Y es que el pasado aprieta, pero no ahoga. No hay nada de lo que huir ni de lo que avergonzarse. Es la vieja ceremonia y no hay necesidad de ponerle la etiqueta de «neotradicionalista» para parecer más moderno y quedar bien en las cafeterías sin amargarle el cupcake a nadie. Porque por mucho que se oculte o se quiera maquillar, esa costra es la mordedura de la misma zarigüeya, la misma soledad y el mismo aislamiento. Canciones sobre todo de pérdida. De la implacabilidad del tiempo. El tiempo es todo, como dice el título de la canción que da nombre al disco, para lo bueno y para lo malo. Son Gillian Welch, Sarah Jarosz y los Mandoline Orange. Gente ahogada jubilosamente en el bluegrass pionero de gente como el mítico dúo que formaban Hazel Dickens y Alice Gerard, gente enfrentada a los mismos problemas, quizá con otra velocidad, quizá con otra munición, quizá con un «moonshine» menos venenoso, pero poco más que eso. Vivian, de niña, con tan solo nueve años, ya escribía canciones y tocaba con su padre en el prestigioso Carter Family Ford. Y pasar por ahí es como vacunarse contra la polio. Ese tatuaje ya no se borra. Y Vivian no se olvida de mencionarlo en los agradecimientos (en un sello, Free Dirt, que no pide permiso ni se anda con disculpas): da gracias a sus padres por enseñarle que la mejor música es la música honesta, y de eso precisamente, de honestidad, rebosa este disco. Música que ya estaba ahí, en la espesura, desde mucho antes de que se oyese el primer disparo de la Revolución Americana.