Good Time Band
(The Swamptruck Good Time Band, 2019)
Este disco tiene truco. Intentaremos no hacer spoilers, aunque ya en el segundo corte, en la primera línea de «American Skies» esté la clave. Lo dejaremos para el final. Empezaremos diciendo que hay mucho moonshine, que la culpa puede que la haya tenido el moonshine, como afirma con trote de banjo Alasdair Taylor, muy redneck, muy blue collar, antes de dispararse con toda la banda chatarrera cubriéndole las espaldas en la primera canción («Good Time Band»). Bluegrass acelerado de camioneta, pantano, rifle cargado y cocodrilo a la brasa. Furia de paga de viernes y de quemar honky tonks sin pasar antes por casa. Furia de lunes ya en la ruina. De malos tiempos. De bolsillos vacíos. De llegar siempre tarde a todas partes («Gonna Get Late), de vagar solo, de recordar a la que no aguantó más la pena y se largó haciéndote la peineta, de preguntarse qué estará haciendo ahora («Wondering») y de solo encontrar consuelo en las viejas canciones del jukebox del bar en el que acabas siempre haciéndote daño, con los barflies de siempre, donde ya te han visto sangrar, orinar, vomitar, defecar, escupir, sudar y puede que hasta eyacular en el suelo (el barman se queda siempre las llaves de tu pickup y tienes que volver a casa tambaleándote y espantando a las alimañas de la espesura, de no ser así ya hace tiempo que estarías muerto). Furia y frustración de juntarse para tocar y hacer versiones para ganarse un dinerillo extra y canalizar toda esa impotencia, toda esa tristeza, toda esa rabia que ya no te cabe en ningún sitio (porque tienes los armarios llenos), y todos los sueños truncados, con una banda de potenciales forajidos que inocule y sepa transmitir diversión pura, evasión, medicina para no salir a la calle a matar al primero que te mire mal o que te mire y punto. Los Swamptruck se juntaron en 2009, el año del Buey, con canciones de The Band y de Johnny Cash, versiones de temas con los que se fueron curtiendo como quien planea la fuga en el patio de Folsom Prison, cada canción unos centímetros más por el agujero de la pared de la celda por donde al final lograrás huir de los sinsabores de una vida escuálida y desabrida, hasta llegar a este álbum de debut en 2019 con temas propios, como si hubiesen terminado ya de pagar las letras del camión y pudieran, si quisieran, accidentarse solos… Y ahora el spoiler: la primera línea del segundo corte. «Nací en el lado equivocado del océano». No son de allí. No son de Alabama. No son de los pantanos de Louisiana. No tienen permiso de armas. No hay sandwich de cocodrilo a la brasa ni guiso de zarigüeya. No son de las orillas del abuelo Mississippi, sino de las orillas del río Cam. No es rock sureño del sur de allí, sino rock sureño del este, de Cambridge, y ni siquiera del Cambridge de allí, del Cambridge de Massachussets, sino del que está a ochenta kilómetros al norte de Londres, de los Fens, de las marismas de la Inglaterra oriental. De las tierras de Syd Barrett y Roger Waters, nada menos. Ese es el truco del que hablábamos al principio: no son de allí pero quisieran serlo y de tanto querer serlo han terminado siéndolo, y más incluso que los de allí. Y sí, puede que la culpa la haya tenido el moonshine. Es como si fuesen hermanos nuestros. No somos de Kentucky ni de Nebraska, pero nuestro corazón está y seguirá estando allí (sobre todo cuando estamos ebrios).