Out Of Time
(Self Released, 2014)
Compruebo con desagrado que aún no hemos hablado por aquí del gran Jim Keaveny, y ya va siendo hora de enmendar un olvido tan flagrante. Cualquiera de sus seis discos podría valernos de excusa, y si elijo este, Out Of Time, es por el título, que define muy bien lo que viene cantando y haciendo desde su primer álbum, These Old Things (2000): retratar un mundo que desaparece, un mundo al que se llega siempre tarde, fuera de tiempo, fuera de plazo, pero que con sus canciones, de alguna manera, intenta atrapar y conservar, como en un pedazo de ámbar. Retratar lo intemporal, al igual que hiciera el que siempre ha considerado su mentor, Woody Guthrie, o el que fuera el mejor pupilo del viejo Okie (con permiso de Dylan, que vendría luego), aquel niño que quiso escaparse un día de New Jersey con los payasos y los vaqueros del circo, el trovador casi inasible (porque siempre se está yendo) con el que, en mi imaginación, emparejo siempre a Keaveny, el legendario Ramblin' Jack Elliott. Ahí está esa misma necesidad de vagar, de vagar y de perderse, de sentirse en casa solo fuera de casa, a cielo abierto, a la intemperie, en el camino. Exactamente lo que describía Bruce Chatwin en Los trazos de la canción al hablar de los aborígenes australianos que identifican en el territorio una partitura que se interpreta al caminar. También he de reconocer que he elegido este disco, su quinto álbum, por razones meramente sentimentales. Me lo firmó en su día. Lleva su estampa: «Mucho gusto, Javier». Un honor, viejo vagabundo. En el paquete, junto al cd, había arena de Texas, concretamente de Terlingua, de ese mismo desierto que se come sus guitarras, según cuenta en ese breve documental que se puede ver en YouTube (The Key of Keaveny) en el que nos muestra su pequeño rancho, una casa que tardó seis años en construir con sus propias manos, plantada en mitad de diez acres remotos, lejos de cualquier sitio, sirviéndose de energía solar y bebiendo lluvia. Out Of Time es, de hecho, el primer disco que surgió de esas soledades. Posee el extraño encantamiento del desierto. Canciones como matojos rodantes… El camino ha sido largo hasta recabar en el secarral, más una especie de campamento base, de punto de partida para emprender nuevas travesías. Nacido y criado a orillas del Missouri, en Bismarck, la segunda ciudad más grande de Dakota del Norte después de Fargo, para que os hagáis una idea. Mirahacii arumaaguash, «el lugar de los altos sauces», según los indios Hidatsa. Nieve y nihilismo. Ocho hermanos tomando lecciones de piano clásico. Parece ser que Mozart era para su madre lo mismo que Jimmy Hendrix para él y su amigos. Luego la consabida banda de ruido y enfado con el mundo, The Rogues, con un par de colegas, para lograr que la adolescencia sea un planeta un pelín más habitable. Apenas un semestre en la universidad para descubrir que las aulas no son su sitio y, definitivamente, desoyendo consejos y advertencias, la carretera (el mito fundacional de la nación). Sobrevivir prácticamente con nada y ver el país con la única compañía de su armónica y su guitarra. Sin colchón hipster a lo Thoreau de baratillo ni red de trapecista. Saltando al vacío. Mucho autoestop y furgones de trenes de mercancías con destino a Oregón para ver qué le depara el camino. En el 92 aún se podía (y aún hoy se puede si no hay tu tía, y si no que se lo pregunten a Benjamin Tod, ese perro callejero con vocación de extraviado del que ya hemos hablado por aquí en alguna ocasión). Jim siempre ha mantenido que la gente no hace lo que quiere, sino lo que tiene que hacer, lo que no le queda más remedio que hacer porque de lo contrario se asfixia y puede acabar rellenando formularios en una oficina, de nueve a cinco. No es tanto una cuestión de deseo como de urgente necesidad. «Fueron los mejores años de mi vida. Conocí a algunos de mis mejores amigos y sentí que me estaba encontrando a mí mismo: mentes afines, guitarra, viajes y poesía». Ejerció de pescador, de lavaplatos, de cocinero, de plantador de árboles, de bombero, de conserje, de encargado del mantenimiento de un cementerio, de cervecero y de carpintero. Y, de tanto en tanto, un pequeño parón para grabar un disco. Para dejar una muesca en su culata. Mucha actuación en la calle y en garitos. Hasta llegar así a este primer disco del desierto del que alguien ha dicho por ahí que «suena como si Bob Dylan hubiese arrastrado a The War in Drugs a ritmo de patadas y aullidos por la América del Dust Bowl en un coche lleno de narcóticos cedidos por Hunter S. Thompson en un viaje alucinante por carretera con escala en Tijuana, Nashville, Lubbock, Bakersfield y, por último, en las montañas Catskill para recoger a nuestros buenos amigos, los hermanos Felice». Un disco apabullante. Casi se pueden oír los coyotes. Polvo, alacranes, viento y las campanillas del carrillón del porche anunciando tormenta seca entre osamentas carcomidas. Música de guitarra mordida por el desierto.