A Tribute To The Music Of Mississippi John Hurt
(Vanguard Records, 2001)
Lo bueno de tener amigos que trabajan o se enamoran en países extranjeros es que uno acaba conociendo mundo. Como muy bien dijo el gran Bryce Echenique en aquel duelo de gloriosos borrachos que sostuvo, hace ya ni se sabe, con Pepe Esteban, en Casa de América: «uno no viaja a lugares, viaja a amigos» (y aprovecho para dejar apuntado por aquí, por si luego se me olvida, que acaba de salir en Anagrama la tercera y última entrega de sus antimemorias, Permiso para retirarme, con el que dice que ha decidido cerrar su carrera literaria, lo cual es poco menos que un cataclismo; ¡a por él de cabeza!). Pues bien, allá por el año 2000, una amiga (y qué escuálida se me queda la palabra «amiga» para referirme a ella) se fue a rodar una película independiente a Buffalo, Nueva York (ya de antemano convendrá ir pidiendo disculpas por si esto se vuelve un poco personal, que lo hará, pero hablar de Mississippi John Hurt siempre ha sido un poco eso, así de íntimo y cercano acaba siendo, hasta desde tan lejos). Su compañero de reparto era Tunde Adebimpe, un año antes de fundar la banda TV on the Radio. Y fue él quien me descubrió la música de Mississippi John Hurt. Paseamos por Brooklyn y por Greenwich Village, me enseñó las antiguas ubicaciones del mítico café Gaslight y del bar The Kettle of Fish, en la calle MacDougal. Al final me fui de aquella visita con tres tesoros: la discografía completa de Mississippi John Hurt y dos cómics gloriosos: The Adventures of Tony Millionaire's Sock Monkey y Jimmy Corrigan de Chris Ware. Me los regaló al despedirnos (yo le devolvería la jugada luego en Madrid y en Barcelona; era ultraforofo de los cómics de Miguel Ángel Martín, así que se llevó un buen lote). Y recuerdo como si fuera ayer mismo lo que me dijo entonces: «Si te gusta Mississippi John Hurt, no puedes ser mala persona». Bueno, pues lo cierto es que lo he podido comprobar con el paso de los años. Ocurre un poco como con la «boutade» de John Waters: «Si no tiene libros en su casa, no te lo folles». En este caso: «Si tiene un disco de Mississippi John Hurt en su casa, fóllatelo hasta desplomarte». La gente que oye a Mississippi John Hurt es gente de bien. Dick Waterman el promotor que tanta influencia tendría en el desarrollo y en las grabaciones de blues en los años sesenta (organizando bolos para gente como el propio Mississippi, Fred McDowell, Skip James, «Lightnin'» Hopkins y hasta Son House), lo diría mejor que nadie: «¿Cómo le explicas a alguien que nunca ha oído hablar de John Hurt qué tipo de persona era? Bueno, suponte que vuelves a ser un crío y que tus compañeros de clase te dicen que tu abuelo es el tío más guay del planeta? Pues eso es exactamente lo que sientes cuando conoces a Mississippi John Hurt». Era simple y a la vez complejo. Podía ser sabio e infantil al mismo tiempo. Tenía un rostro sombrío cuando estaba en reposo, pero cuando sonreía iluminaba la tierra. «Podía perderse al dirigirse al escenario pero, una vez que llegaba y se ponía a tocar te quedabas inmediatamente convencido de que había tres cosas inamovibles en el mundo: la muerte, los impuestos y el ritmo constante del pulgar derecho de Mississippi John Hurt. Era un placer estar con él». Todos los que tuvieron la fortuna de conocerlo quedaron, de alguna manera, tocados por su magia. Hay muchos testimonios a propósito de su bondad, su humildad, su simpatía y su conmovedora presencia escénica. El disco que hoy reseñamos en un disco de aprendices de brujo, de gente que, en algún momento, fue tocada por su magia. Cierto que no hay nada peor que un disco tributo (bueno, sí, una banda ídem), pero hay dos o tres gloriosas excepciones. Y esta es una de ellas. Producido por Peter Case, que se marca un tremendísimo «Monday Morning Blues» mano a mano con Dave Alvin. Desde el «Frankie & Albert» de Chris Smither con que se abre el disco, hasta el «I'm Satisfied» de John Hiatt con que se cierra (ambos parecen poseídos por el mismísimo Mississippi, qué sobriedad y qué maestría), pasando por el «Angels Laid Him Away» de Lucinda Williams (hablándolo ayer con Susan Santos: cómo nos gusta ese tono de «acabar de salir bastante perjudicada de un bar infecto y no acordarte muy bien de en qué puta ciudad te encuentras» que le inocula a todo lo que canta), un «Candy Man» de Steve Earle con su hijo, el recientemente fallecido Justin, al resonador y a las voces, que, claro, escuchado hoy da escalofríos, y las versiones de Bruce Cockburn («Avalon, My Home Town»), Alvin Youngblood Hart («Here Am I, Oh Lord, Send Me»), Ben Harper («Sliding Delta»), Geoff Muldaur («Chicken»), Mark Selby («Make Me A Pallet On Your Floor»), Beck («Stagolee»), Victoria Williams («Since I've Laid My Burden Down»), Bill Morrissey («Pay Day»), Tah Majal («My Creole Belle») y Gillian Welch («Beulah Land»), todo el disco se oye con una sonrisa de oreja a oreja. Esto sí que es «good medicine», que dirían los sioux. Un disco tributo que no baja la guardia en ningún momento porque la humildad del viejo aparcero de Teoc, Carroll County, Mississippi, se haya presente en cada surco… Y para concluir la reseña solo me gustaría añadir que si me ha dado por rescatar este disco del olvido (no lo busquéis en Spotify, no está) ha sido por culpa de una chica muy tatuada de las montañas del norte que, hace un par de días, tuvo a bien recordarme que el pasado lunes 8 de marzo, fue el aniversario de su nacimiento. Vale. Dejadme que os hable un momento de esta chica antes de irme. Ya os advertí que la cosa podría volverse un poco personal. El otro día, hablando con ella, me contó que en su casa siempre se le ha tenido mucho predicamento al viejo bluesman de Mississippi (me acuerdo también, de repente, que, en otra ocasión, comentando un tema de Ray Wylie Hubbard en el que había un pedacito de armónica, me contó lo mucho que le recordaba a su padre), y no sé en la tuya, pero en mi jurisdicción, cosas así serán siempre atenuante e incluso coartada, te exculpan de cualquier crimen. Y esto nos lleva de nuevo a lo que me advirtió Tunde hace ya más de veinte años: solo por tener una amiga (de nuevo, qué palabra más escuálida para referirse a ella) a la que se le eriza la piel cada vez que escucha el «Nobody's Dirty Blues» o el «Goodnight Irene» de nuestro queridísimo abuelo John Hurt, solo por eso, mira tú, en la oficina del sheriff se duplica cada noche el precio por mi cabeza («vivo o muerto»).