Down at the End of the Bar
(Leo Rondeau, 2009)
Carretera después de un día frente al lago (en realidad un embalse con un señor pescando a unos metros y música infecta de un bar que llega de no muy lejos) con el iPod en modo aleatorio. Y, de repente, ¡zasca!, las trompetas fronterizas de «Had I Known», el penúltimo tema del Down at the End of the Bar de Leo Rondeau. Hacía tiempo que no lo transitaba. Un disco que en su día, hace ya once años, cuando Radio City seguía abierta en Madrid, en el primer local, el de la placita, cuando aún no se decían tantas gilipolleces sobre C. Tangana, el reguetón, el trap y otras desdichas (daños colaterales del virus, el aburrimiento y la pandemia), me voló la cabeza (Jesús Álvarez, viejo chamán del barrio de Conde Duque, se te echa en falta, maldita sea). Sus dos discos siguientes (Take It And Break It, Right On Time) fueron también una felicidad, pero este primero lo machaqué tanto que ya casi lo tenía asfixiado. Y, de pronto, como ya digo, comienzan a sonar a bocajarro las trompetas del «Had I Known» por los altavoces del coche. Quién nos lo iba a decir en aquel entonces (un «aquel entonces» que se extiende desde 1993 hasta casi ayer mismo): nosotros, los Dirty Brothers, mi socio y yo, pobres forajidos sin oficio ni beneficio, en un Audi, con ese pedazo de equipo de sonido, testándolo fuerte, subiendo el volumen al máximo, sin el menor atisbo de distorsión (por primera vez en nuestras vidas, algo que no distorsiona), Leo Rondeau atacando de golpe y porrazo esa poderosa canción de «desperados waiting for a train». «A los dieciséis años creía que lo sabía todo, / me uní a mi hermano que ya formaba parte de una banda / de bandidos y ladrones de la peor calaña», por las carreteras de nuestro querido Sur, con la sensación permanente de que en algún momento un coche patrulla nos hará parar en la cuneta, acusados de coche robado, seguramente una noche o dos en la celda y luego un juez de la horca que no se creerá que el maldito coche es nuestro, ni siquiera cuando le enseñemos los papeles y comparezcan nuestros testigos, y así siempre, por la vida, jugando con las cartas marcadas… Pero, hasta entonces, Leo Rondeau desplegará su magia y Almodóvar del Río y Sierra Morena (o donde quiera que estemos en ese momento) será Dakota del Norte y las Turtle Mountains, el territorio donde Rondeau creció y se crió rodeado por tres generaciones de oyentes y practicantes de música country, oeste rural y linaje de los indios chippewa, esa honestidad y esa voz nativa que corre por sus venas y que deja fluir por sus canciones. Hank Williams, Jimmie Rodgers, Tom Waits, Steve Earle y Townes Van Zandt configuran la base de su santoral, pero también los cantos lúgubres de la sangre chippewa («el pueblo que que guarda el registro de la Visión»), donde se entremezclan las punzadas y las penas con las alegrías y las victorias (mínimas) de la vida en reserva. Hay mucha barra de bar y mucho corazón afligido. Música de hombre solitario (Levi's remendados, chaleco de ante y sombrero vaquero que no oculta su larga melena castaña) que canta en voz baja por una calle vacía (no en la lengua «anishinaabemowin» de Hiawatha, pero con la misma nostalgia trágica de lengua casi perdida). «Un sonido sombrío en el viento». Música de tarareo ebrio al final de la barra. Música de los «hermosos vencidos» de Cohen (cambiando su Catherine Tekakwitha, mohawk de Quebec, por los objiwa de Dakota del Norte), con la mejor canción de «barflies« jamás perpetrada, «Down at the End of the Bar»: «Me encuentro en un lugar de lo más solitario, / en la barra, todos los hombres exhiben distintos grados de calvicie, / algunos la cubren con una gorra, / otros lo llevan largo por detrás. // Las reinas de la barra ya han renunciado, / se maquillan y salen por la puerta. // […] Menos cháchara y miénteme / Yo meteré tu dólar en la gramola y tú podrás sacudirme con tus muslos // Deja de repartir la miel de tu entrepierna por toda la ciudad / Me creía especial, hasta que eché un vistazo a mi alrededor». Música para cuando ni el elixir ni el aceite de serpiente son capaces de curar las heridas. Música de la Casa de los Espíritus.