JOSEPH HUBER

The Suffering Stage

(Joseph Elliot Huber, 2017)

Joseph Huber viene de lejos. No es una nueva luminaria de esta mamonez fagocitada por los modernos que ha venido a denominarse con el término vergonzante de «americana» (en realidad, simplemente, country, como dejó muy bien dicho Tyler Childers, sin complejos ni tapujos) con el que parece que se pretenden enmascarar los remilgos y la turbación (pura mojigatería) que se siente al confesar que te gusta algo que hasta hace unos años no molaba ni era «cool» decir que te gustase. Joseph Huber no empezó en esto arropado por el prestigio que hoy día tiene la música de raíces en círculos en los que antes, en cuanto se oía un banjo o una mandolina, el ignorante de turno hacía un chiste o sentenciaba el tema con alguna frase ocurrente y despectiva que aludía a las costumbres de los palurdos y su música cateta (hoy todos esos a los que les repelía tanto aquello, se extasían cuando van al campo, plantan una semilla y les crece un tomate; y les empezó a «gustar», o a decir que les gustaba, Johnny Cash desde lo de Rick Rubin, claro es, y no dudan en vendérnoslo como si lo hubiesen descubierto ellos y llevaran escuchándolo toda la vida). El caso es que Joseph Huber, de haber empezado hoy y no venir de tan lejos (y de una ciudad industrial y tan poco campestre como Milwaukee, en el estado de Wisconsin, que muchos de los susodichos modernos no sabrían ni situar en un mapa), probablemente habría gozado de más popularidad y habría encajado mucho mejor en el entorno actual, tan saturado de esa cosa tan prestigiosa que es la «americana music» (por aquí nos gusta mucho decirlo en inglés, porque en España somos así –de petimetres–, señora). No. Lo de Joseph Huber viene de principios de los años ochenta, de cuando todo este entusiasmo era un «género», por llamarlo de alguna manera, aún emergente y, si no desconocido, sí al menos despreciado, como miembro fundador de la 357 String Band, un grupo que se adelantó a su tiempo, y luego ya con sus cinco discos en solitario (el que hoy reseñamos es el cuarto, de 2017, para mí su obra maestra) en los que siempre ejerce de cantante, compositor, multi-instrumentista (banjo, violín, mandolina, guitarra, percusión, armónica) técnico de grabación y productor de todo su material, para hacer lo que quiere y como quiere, sin interferencias ni concesiones a la moda, y sin el debido aseo que parecen exigir todas estas producciones impolutas que tanto abundan últimamente en las que se detecta al primer acorde el esfuerzo y el sudorcillo, la pestilencia, de intentar sonar auténticas. Por otro lado, el lirismo y la introspección de sus letras no ceden al gusto del contribuyente, el bluegrass y el country siempre han tenido un corazón triste (muchas veces impostado, puro lugar común), pero la tristeza de Huber tiene otras fuentes aparte del desamor y el sentimentalismo de lo rural, en él hay un malestar y una desesperación existencial más profunda, un dolor personal y político, un bluegrass de ciudad industrial, urbano, de acabar tu turno en la fábrica y gastarte el jornal en el bar e ir mañana a la huelga. Milwaukee, ciudad cervecera donde las haya, te da esa oportunidad de hundirte en el cieno casi en cada esquina (en eso es una ciudad muy acogedora para un español, un irlandés, un polaco o un alemán, que podrían coincidir perfectamente en la barra de cualquiera de esos bares como en uno de esos chistes). Música triste y enfadada pero que, al final, reconforta. Huber conserva la rabia de cuando de joven escuchaba a los Fear y a los Dead Kennedys, pero como decían los Two Cow Garage en aquella gloriosa canción, el punk rock al final, cuero y ruido, te deja solo y triste, asustado y desahuciado, y Joseph Huber supo encontrar a tiempo una vía de escape (en un salto que en realidad no le pareció tan grande) en los viejos maestros de las generaciones anteriores, gente como Earl Scruggs (hablando de punkies) y John Hartford, y en el descubrimiento un día de los Hackensaw Boys (con el entusiasmo de ver que había gente joven desempolvando los viejos armarios, la música del altillo). A lo que hay que sumar también una envidiable maestría artesanal a la hora de escribir, él, que en más de una ocasión se ha declarado como «el epítome de la indisciplina» (como todos los compositores, menos Guy Clark, como dice alguien por ahí con bastante precisión), es capaz de salirnos con un tema como el que da título a este disco, «The Suffering Stage», una de las canciones más bellas que el que esto suscribe ha podido encontrarse en su ya larga travesía (digamos mejor errancia) por la música de raíces, una canción llena de hallazgos felices, y no felices por alegres, sino por oportunos, acertados y eficaces, por su capacidad de conmover y sacudir, maestría de viejo escritor que no baja la guardia en ningún verso. «Sons of the Wandering», «Souls Without Maps», los títulos de la canciones lo dicen todo (y esconden granadas de mano).