Sin & Redemption
(Rock Ridge Music, 2019)
En 2019 aconteció esto. Después, en junio de este año, aconteció lo siguiente (como es natural), pero hoy volvemos a lo acontecido en el 19 (sin quitarle méritos al Power Up!, que también hocicamos como puercos, y que también, vaya sorpresa, oculta tremenda trufa), porque fue el disco con el que lo conocimos y por el que nos quitamos, desde el minuto uno, el sombrero. Si no lo conocéis, nos complace presentaros a David Newbould, culo inquieto nacido en Toronto, mudado a la ciudad de Nueva York de adolescente (que es cuando más incide y repercute) y, posteriormente, a Nashville, pasando antes por la impresionante escena musical de Austin. La cosa empieza con un chaval de cierta aptitud y con una intratable obsesión por la música, que un día se pone en un sótano el vídeo del Live Rust de Neil Young. Ahí se acabó la partida. Ahí besó la lona. K.O. técnico en el primer round. Si alguien tuvo la culpa de todo lo que acontecería luego, fue él, su paisano de Toronto. Cuando le preguntaron qué habría hecho de no haber podido ganarse la vida con la música, Newbould no dudó en contestar que se habría dedicado a desear ganarse la vida con la música. Vivir de ese deseo. Alimentarlo. En la misma entrevista, dos o tres preguntas más abajo, soltaba una briosa declaración de intenciones: de poder escuchar solo un álbum para lo que le quedara de vida, elegiría The Ghost Of Tom Joad de Bruce Springsteen, y la mejor canción country de la historia es, con diferencia, «El Paso» de Marty Robbins (seguida de cerca por «Empty Glass» de Gary Stewart). A nosotros, con esto, ya nos tiene ganados. Si mata a alguien y nos llama, testificaremos a su favor sin pensárnoslo ni un segundo (mentiremos como bellacos, si es preciso). Su sueño sería cantar canciones con Tom Waits y armonizar con su voz (ánimo ahí), la música de Tom Waits, dice, «abarca la belleza en todas sus formas». Y le gustaría abrir (haber abierto) para John Prine. Coincidiréis conmigo en que muy mal cocinero hay que ser para, con todos estos ingredientes, te salga mal el guiso. En este Sin & Redemption se juntó, además, con una buena panda de excelsos y gloriosos malhechores. Entre ellos, Leroy Powell (que le produce el «L.A. Dreams»), el batería Brad Pemberton (de las filas de Steve Earle y Ryan Adams, nada menos) y la leyenda, Dan Baird, de los Georgia Satellites. Sueños rotos, lecciones, heridas, deserciones. Cómo afrontar todo eso con un corazón sensible, sin acorazar. La sensibilidad como fuerza («algo por lo que la gente debería esmerarse, algo digno de respeto y admiración. O, al menos, eso creo»). Proteger las emociones, de eso trata «Sensitive Heart». De lidiar con «el sentimiento trágico de la vida» y salir por el otro lado con el corazón intacto. De sonreír en la lluvia («las sonrisas más luminosas son las que nacen en los días más oscuros»). Mirar el abismo y encontrar diamantes en las tinieblas. Un álbum sobre aprender a convivir con uno mismo después de haber tomado ciertas decisiones. Y sobre encontrar cómplices, claro, como Dan Baird y Leroy Powell, con quienes escribió, mano a mano, el tema que cierra el disco, «Oh Katy (Just Gettin' By)», una canción sobre los duros golpes de la vida, porque está claro que «la vida no es manera de tratar a un animal» (como diría el grandísimo Kurt Vonnegut), pero por suerte tenemos la música («somos feos, pero tenemos la música», esta vez es Leonard Cohen diciéndoselo a Janis Joplin, que sabía de golpes y de humillaciones, tras una mamada en una habitación del Hotel Chelsea), porque «la música está hecha para que te plantes en medio de la tormenta y te digas: eh tío, espabila… que el sol volverá a salir mañana, y al menos tenemos esto –la música–» (está hablando de Dan Baird y de Leroy Powell). La amistad (que no precisa de frecuentación –a diferencia del amor–, ahora es Borges el que se cuela en este lupanar, quizá lease mejor: casa de citas) y el gozo de tener algo en común (la música, unos libros, un bar irlandés en el que suenan los Dropkick Murphys y tiran bien la Guinness…). Con eso se sobrevive y se va tirando. Y si encima suena así de bien, con tanta guitarra irredenta y tanto coro bien engrasado, pues ni que pintiparado, oiga. Todo esto, ya digo, aconteció en 2019 y, al menos en nuestro equipo de música, sigue y seguirá aconteciendo siempre. Y, como casi todo lo bueno, mejora con el tiempo.