MELISSA CARPER

Daddy's Country Gold

(Melissa Carper, 2020)

Esto suena a gloria y si te lo pongo sin decirte nada creerás que es una grabación remasterizada de alguna artista de los años cuarenta o cincuenta, qué se yo, Kitty Wells o Billie Holiday, esa quinta de gente inmensa. Pasará, seguro, como pasó hace poco con Sierra Ferrell (a quien, por cierto, Melissa adora, y aparece, de hecho, en el disco, poniendo voces en cinco de los doce temas), que parece que ha salido de la nada por combustión espontánea, una especie de feliz e inesperado milagro. Pero, ni por asomo, porque Melissa lleva ya mucho tiempo viajando, componiendo, tocando el contrabajo y dando el callo con el «Country Dorado de Papi». «Daddy» fue precisamente el apodo que le pusieron en su día sus compañeros de banda por saber velar por el negocio en beneficio de todos. Sin tonterías. Tocamos y nos pagas lo pactado. Aquí no se renegocia nada a última hora. Nosotros nos tomamos muy en serio lo que hacemos. Si tú no, es tu problema. Y te aseguro que lo último que quieres es tenerme de problema. Punto pelota. De niña se pasó horas con la cabeza debajo de los bafles del tocadiscos familiar. Hank Williams, Patsy Cline, Loretta Lynn y Johnny Cash. La colección de sus padres. Tener padres así. A ver qué discos y que música heredarán los niños de ahora. Una pena. Luego la biblioteca de la universidad de Nebraska, con su beca de música, devorando discos de la ya mentada Billie Holiday, pero también de Ella Fitzgerald, de Frank Sinatra y de Nat King Cole. Y el blues de Lead Belly, a quien confiesa haber intentado imitar. Imagínatela. Y por esas fechas el regalazo que le hizo su padre, que fue lo que verdaderamente encendería la mecha: la colección completa, seis o siete cintas, de las grabaciones de Jimmie Rodgers. Después, la sempiterna y omnipresente furgoneta, una Dodge Maxi-Van de color malva y púrpura con alfombra y asientos de lujo que heredó también de sus padres (a la que, por cierto, inmortaliza en el corte siete de este álbum, «My Old Chevy Van»), la pobre furgo a la que, a su llegada a Austin, allá por 2009, ya no le funcionaba casi nada, por lo que acabaría vendiéndola. Y, entre medias, los Ozarks, la ciudad de Eureka Springs, en Arkansas (la ciudad a la que se quiere ir a vivir la pareja lesbiana de la serie Dopesick), con toda su fauna de artistas callejeros, esa escuela de la que han salido tantos de los mejores músicos que hoy están vigorizando esta vieja religión. En ningún lugar se curte uno tanto como en la carretera. El viaje a ninguna parte de los cómicos de la legua. Trenes, puentes y frío. Y la bondad de los extraños. Ya hablamos de todo esto al hablar de Sierra Ferrell o de Benjamin Todd. Esa maravillosa y excelsa calaña de hermosos vagabundos. Y varias bandas por el camino: The Carper Family (mezcla de country, bluegrass, western swing y jazz), el cuarteto Sad Daddy y el dúo Buffalo Gals, muy de música cacharrera, con su novia, la violinista Rebecca Patek, hasta llegar a este segundo disco en solitario, el álbum soñado, el álbum en el que quería recopilar sus mejores composiciones de los últimos diez años, con alguna que otra nueva, todo muy country y muy western swing, pero a corazón abierto, hablando sin tapujos de lo que es y representa, domando el caballo salvaje de la lesbofobia y el sexismo de la escena country más trasnochada, haciendo activismo de la mejor forma posible, hablando a pecho descubierto de sus sentimientos, abriendo en canal su «alma vieja», pura magia, en compañía, además, de varios de los mejores músicos de sesión de Nashville (incluyendo a Dennis Crouch, bajista de los Time Jumpers, y al inmenso Lloyd Green con su inconfundible pedal steel), en el estudio legendario de Andrija Tokic, The Bomb Shelter, recreando el sonido crudo y vintage de principios de siglo, puuuuura vida. Y todo a lo vivo y en la misma sala, a la segunda o la tercera toma. De diez de la mañana a una de la tarde. En dos o tres días. Sin tonterías ni demoras. Es así cuando viene todo rodado. No hacen falta maquillajes ni disimulos. Yo, por mi parte, lo tengo clarísimo, pese a lo muy esmirriado y raquítico que se nos está quedando el panorama. Pienso que estamos viviendo una nueva Edad Dorada de la música country. Claro que es muy posible que vaya a pasar desapercibida por la inmensa mayoría, que está más a pájaros, como es natural por otra parte, cada cual a lo suyo, a lo que le echen o a lo que le guste. Y no seré yo quien diga nada, que luego van y me llaman cascarrabias (que lo soy, y mucho), porque, al fin y al cabo, qué más me da, hay espacio para todos. Que cada cual se decore su tumba como le plazca. Al fin y al cabo, los gusanos no son nada aprensivos y, cuando llegue el momento de darse el festín, lo mismo les va a dar un roto que un descosido.