Hard Times and a Woman
(Justin Golden, 2022)
Justin Golden acaba de debutar con este apabullante disco de blues, hecho posible con el apoyo del Virginia Folklife Program, un disco extraño en el que el músico de Richmond pone de manifiesto, de un modo casi intimidante (y de ahí lo del apabullamiento, término coloquial al que recurro para referirme a lo que en el fondo no es otra cosa que una naturalísima exhibición de fuerza o superioridad), su amplitud de miras con respecto al género. Tampoco es que esto vaya a coger a nadie con el calzón bajado, porque desde 2016, en su perfil de Bandcamp, Justin Golden ya nos venía dando muestras, si bien es cierto que muy de tanto en tanto, de la vigorizante excepcionalidad de su apuesta. La base, para él, está clara. A la pregunta de qué es el blues, Justin Golden se niega a responder con la misma sencillez, ya mítica, con la que Harlan Howard respondiera en su día a la misma pregunta con respecto al country: «tres acordes y la verdad». Para él el blues no es ni será nunca doce compases y una historia de mala suerte (por lo general propia). Hay mucho más, mucho más que él mismo ha mamado y digerido desde renacuajo (cuenta que aprendió a tocar blues en un sueño, a lo cruce de caminos, de la noche a la mañana), en la costa de Virginia, impregnado del distintivo estilo de la región de Piedmont, con su particular técnica de tocar sin púa, alternando una línea de bajo de dos notas graves con el pulgar para acompañar la melodía pulsada en las cuerdas altas, el célebre fingerpicking de Blind Blake, o de gente inmensa como Gary Davis, Blind Boy Fuller o Sonny Terry, estilo en el que también se entrevén influencias de la música folk anglosajona, escocesa e irlandesa, y de las canciones de origen africano e incluso autóctonas, de los indios iroqueses, cherokees y choctaws (no en vano, Justin Golden tiene formación de arqueólogo y ha estudiado los cementerios históricos de su región, así es que incorpora a su estilo una visión amplia, a largo plazo, de la historia, una perspectiva nada provinciana). Pero si hay algo que realmente le caracteriza es que, aparte de todo eso, que lo lleva en la sangre y le sale solo, no renuncia, aunque la cosa pueda molestar a los más puristas, a las influencias, en principio espurias, de la música indie. No puede ni quiere renunciar a ser quien es y a pertenecer a la generación a la que pertenece. No puede ni quiere vivir de espaldas a la realidad ni a la época que le ha tocado vivir. Por encima de todo, ama la música y no duda en abrir los ventanucos del desván para ventilar un poco la atmósfera. Hay respeto y veneración por los ancestros (ese vínculo no se puede obviar, de lo contrario la música se perdería), pero hay también bocanadas de aire fresco. Ha oído a Hiss Golden Messenger, a Daniel Norgren y a Bon Iver, y adora desde siempre a James Taylor. Y todas esas reminiscencias se detectan, no se ocultan. Su base es el blues, en efecto, pero lo que hace está más próximo al rock indie. Él sabe que hoy día se lleva mucho lo de creerse BB King, algo que está muy bien si eres capaz de tocar como él (que no suele ser el caso), pero, a veces, y ahí está la clave de su guiso, lo interesante es lo que no se toca. Ahora bien, los doce compases y la historia de mala suerte (por lo general propia) están ahí, como esqueleto. En todo el disco parece haber un leitmotiv a modo de advertencia: «hay que tener cuidado cuando las cosas empiezan a ir demasiado bien», que es casi lo mismo que le dijo hace poco Denzel Washington al cafre de Will Smith cuando lo de su lamentable embestida: «hay que tener cuidado cuando uno está en lo más alto, porque es entonces cuando asoma el diablo». Las letras del disco hacen referencia constante a ganarlo todo (y luego perderlo), al desamor y a la dura realidad de ser negro en Estados Unidos. Por ahí baila siempre el diablo. Justin Golden lo ha vivido justo antes de la pandemia: sufrió un desengaño amoroso y perdió su trabajo. Y viendo los caimanes de Florida que acechan bajo las aguas, a la espera de la más ínfima oportunidad para hundirte, encontró la mejor metáfora para el miedo afroamericano de la época post-Trump: esa sensación permanente de que algo va a por ti, «de que nunca vas a estar a salvo porque nunca vas a saber lo que anida en el corazón de la gente, nunca vas a saber si vas a acabar topándote con alguien que, por lo que sea, ha tenido un mal día y va a convertirte en objetivo». De eso precisamente va el tema «The Gator»: «A veces, cuando veo luces azules, quiero echarme a correr». Y ahí está también el blues. El blues no es una caja, dice. «Nos intentan hacer ver que el blues son solo doce compases o que tiene que ser triste, o de esta forma o de la de más allá. Pero cuando uno escucha mucho blues antiguo, de antes de la guerra, se da cuenta de que hay muchos sentimientos involucrados. Hay blues feliz, blues triste, blues de acabar de cobrar y gastártelo ese mismo día, blues de ir a ver a tu chica por la noche…, hay blues para todo. No tiene que ser una forma o un sentimiento específico, puede ser lo que uno quiera y, además, se reconoce en cuanto se escucha». Blues sin ácaros ni corsés. Blues de osamentas desempolvadas en el altillo.